Presentación dossier:
Enfermedades y colonialidad.
Poder y salud en situaciones de contacto interétnico en la América meridional
Diseases and coloniality. Power and health in situations of interethnic contact in South America
Romina Casali*
A través del presente dossier pretendemos poner en valor la salud y la enfermedad como eje analítico de escenarios de contacto interétnico, ensayando una continuidad en las implicancias de poder de estos tópicos en situaciones de colonialidad –explícita o tácita‑, de utilidad en el marco de un recorte temporal extenso, aplicado aquí a lo meridional de las Américas.
Si de estereotipos se trata, el poder de las enfermedades es asociado exclusivamente a momentos primigenios, situaciones de conquista, y la enfermedad como poder es reducida a los focos epidémicos y lo concluyente de su impacto demográfico. Espacialmente, este diseño cuadra con la remisión a territorios incas y aztecas. En el otro extremo ‑temporal y conceptual- es factible situar los análisis etnoepidemiológicos, aquellos que desde la perspectiva de la salud intercultural examinan las tensiones y concomitancias entre las cosmovisiones y prácticas de salud-enfermedad de las comunidades originarias y los programas sanitarios –inclusivos o no, generales o específicos, etc.- de las agencias estatales en los distintos niveles del entramado socio-político. Ciertamente, allende lo atractivo y pragmático de las esquematizaciones, intermediando estas fotografías, se ubican las infinitas capas coloniales y las de conformación, consolidación y avance de los Estados-Nación. Pero además, y fundamentalmente, cada una de las capturas está integrada y atravesada por las correspondientes diversidades y multiplicidades, amén de que en sus versiones ortodoxas ya han sido revistadas y complejizadas.
Es lógico que las aproximaciones de corte demográfico sean tentadas por la Conquista de América, al “no haber otros ejemplos de una caída poblacional tan vertiginosa y brutal” [Pérez Brignoli 2004], lo que dificulta la elusión de conceptualizaciones tales como “conquista biológica” o su ‑más drástica aún- versión original “born to die” [Cook 2005 (1998)]. Los miembros de la “Escuela de Berkeley” así lo advirtieron allá por los años ’40. De los emblemáticos Woodrow Borah y Sherburne F. Cook se derivaron ‑contemporánea o sucesivamente, directa o indirectamente- numerosos intelectuales y trabajos, generalmente referidos a zonas como Florida y baja California, México y mesoamérica y los Andes peruanos. Algunos de los renombrados académicos son Lesley B. Simpson, Alfred Kroeber, Nicolás Sánchez Albornoz, Angel Rosenblat, H. F. Dobyns, William M. Denevan, Steward Julian H., Alfred Crosby, Noble David Cook[1], Robert H. Jackson, D. H. Thomas, John Verano, Douglas Ubelaker, Massimo Livi Bacci, Daniel Reef, entre muchos. Depende el caso, los trabajos harán más foco en la faceta demográfica, en la epidemiológica o en su articulación, pero indefectiblemente la discusión fondea en la importancia de variables tales como el tamaño poblacional previo a la conquista y el efecto de las posteriores epidemias, su magnitud, sus agentes etiológicos y sus formas en general. De la incidencia otorgada a la huella de éstas últimas, dependerá la primera; recíprocamente el tamaño poblacional y grado de nucleamiento pre-contacto, habría condicionado la impronta de las enfermedades infecciosas: es sabido ya que S.F. Cook y W. Borah propusieron una “alta población en el momento del contacto y un 95% de despoblamiento durante el siglo posterior” [Livi Bacci 2003]; como también que otros autores sugirieron una disminución moderada, en función de “una baja población al momento del contacto” [Livi Bacci 2003], procurando atenuar potenciales rebrotes de “la Leyenda Negra” [Sanchez Albornoz 2003]. La conmemoración del quinto centenario de la colonización no hizo sino vigorizar el debate inagotable [Thomas 1990].
“Catástrofe demográfica”, “leyenda negra”, “virgin soil”, tienen de realidad y de paradigma. Tan imprescindibles como taxativas; tan útiles como amplias. Generalmente aplicadas a momentos iniciales de la conquista, no pueden sino hacer base en la faceta biológica del contacto, sea mediante la mirada de los focos epidémicos, sea mediante el análisis de las cuestiones inmunológicas. El modelo “virgin soil”, por ejemplo, “ha influido en varias generaciones de interpretación académica de post-conquista, sobre patrones demográficos. Este modelo postula que las poblaciones nativas americanas experimentaron altas tasas de morbilidad y mortalidad cómo las primeras oleadas de epidemias de viruela y otros contagios repartidos por todo el continente. Los nativos no tenían inmunidad a las nuevas enfermedades y experimentaron un descenso poblacional continuo, hasta por un siglo o más, pero luego se recuperaron gradualmente desde su punto más bajo en algún momento de mediados del siglo XVII” [Jackson 2014: 90]. Este énfasis en lo epidemiológico, y por ende en las tasas de morbilidad y mortalidad, en lo étnico como biología determinante, caló hondo, hasta nuestros días.
Si bien la periferia americana no fue el objeto “estrella” en producción intelectual en contraste con Perú, Mesoamérica, México, California o Florida, la antropología norteamericana se ocupó de estos lares, también tempranamente. “Aunque luego fuera América Central el área geográfica más explorada por la subdisciplina de la antropología social, en especial a partir de los proyectos de desarrollo” [Gil 2015: 129], ya en los años ’40 se dieron los “primeros pasos sistemáticos (…) en los estudios de áreas y más precisamente en América del Sur” [Gil 2015: 129]. La edición, por Julian Steward, de los seis volúmenes del paradigmático Handbook of South American Indians. The Andean Civilizations, así lo indica.[2] También tuvieron de magno y abarcativo, introductorio y disparador otras obras, como la del hispanista polaco-argentino-venezolano Angel Rosenblat[3] y más adelante las compilaciones de Denevan,[4] Guy y Sheridan.[5] Más acá en el tiempo, obras más específicas surgieron del puño de, por ejemplo, Eric Langer, Robert H. Jackson, Massimo Livi Bacci. La trayectoria del historiador español exiliado algunos años en Argentina, Nicolás Sánchez Albornoz, y sus narrativas holísticas sobre la población de América Latina ‑con ánimo de proyecciones incluido- atraviesan el siglo XX y se sostienen en el XXI.[6] Sánchez Albornoz participó además del dossier “¿Epidemias o explotaciones? La catástrofe demográfica del Nuevo Mundo”, editado en 2003 por Revista de Indias,[7] de lectura ineludible, especialmente su artículo y los de Livi Bacci, Cook y Elsa Malvido (en función de los temas que aquí nos preocupan). [8]
Las experiencias de misionalización cobraron relevancia en este marco. También aquí las interpretaciones adquirieron tintes dicotómicos y la lectura de la incidencia de las misiones sobre las poblaciones indígenas osciló entre la devastación generada por las enfermedades europeas y la desesperanza provocada por la dislocación social y el trabajo forzado, la ponderación de las pías finalidades eclesiásticas y la ubicación de quienes intentaron ir más allá de la defensa o agresión a los misioneros. La lógica complejización analítica [secuencia historiográfica] posterior ‑causa y consecuencia de la incorporación de múltiples factores‑, permitió aprehender las avanzadas misioneras cada una con sus formas e interceptadas multidireccionalmente por las cualidades ecológico-ambientales, aquellas de la agencia indígena, el tipo de sistema productivo-laboral implementado, etc. [Langer y Jackson 1995; Weber 2003; Jackson 2009].
Para el extremo sur, sobresale “lo jesuita”, ya un género en sí mismo. Los jesuitas no fueron los únicos ni los primeros, pero no puede soslayarse, por ejemplo, que lograron éxito allí dónde agustinos y dominicos no [ver Ossanna 2008]; que actuaron con más sagacidad que los franciscanos [ver Maeder 1995]; y que ‑fundamentalmente- no escatimaron estrategias de sobrevivencia ante bandeirantes, encomenderos o autoridades coloniales, lo mismo que de articulación con las comunidades indígenas: aislamiento y autonomía, por un lado; disciplinamiento, negociación y aceptación, por el otro; como estandartes, como causales de los laureles y de la remoción. El legado documental irreprochable de los jesuitas [Maeder y Bolsi 1978], es la muestra cabal de que las reducciones resultan seductoras por la posibilidad de acceder a las diversas fuentes allí producidas, más o menos sistemáticas, más o menos sistematizadas, testimonio al fin de la cotidianidad de estos dispositivos de poder por antonomasia. Ernesto Maeder, entre sus tantas historias cedió lugar a la pionera demografía histórica sobre poblaciones indígenas, legando un excelso conjunto de datos, muchos de los cuales corresponden a estas misiones [1978, 1995, 1997, 1998, entre otros]. Fue Robert H. Jackson quien desde aquella perspectiva demográfica inicial potenció el cariz epdiemiológico del análisis e incluso efectuó ajustes metodológicos [Jackson 2008] en respuesta a trabajos precedentes [Livi Bacci y Maeder 2004]. Su obra se erige como referente para el tipo de estudios que aquí nos convoca, por su volumen, pero también por el de los datos ofrecidos, sean generales o específicos, en clave individual o comparativa, teórica o descriptiva [Jackson 2004, 2005, 2008, 2009, 2014, 2015, entre tantos].
Si de jesuitas se trata, el imaginario remite a las comunidades guaraníes, pero los pueblos afectados fueron muchos, demasiados, todos; ya sea en la Provincia Jesuítica del Paraguay o su análoga chilena, por lo que “las otras misiones” [Page 2012] se extendieron lógicamente por el centro, norte y oeste de la actual Argentina, por territorio bonaerense y más al sur también. Muchas de las avanzadas quedaron en intentos, condicionando así el tipo de información remanente, de modo que si bien la producción académica sobre estas misiones es amplia, no necesariamente incluye exámenes agudos y específicos sobre aspectos demográficos y epedemiológicos.
Respecto al pinzamiento ejercido sobre los indígenas por la corona vía [con] los jesuitas al sur del Salado y en la Patagonia, la bibliografía es extensa.[9] Desde enclaves costeros y desde la campaña bonaerense en el siglo XVIII, y ya en el XVII desde el otro lado de la cordillera, los jesuitas insistieron en reducir las diversas poblaciones de estas regiones. Las razones de los fracasos son diversas y el énfasis en cada una dependerá de quien argumente: si el nomadismo de las comunidades interpeladas, si su belicosidad, si la falta de respaldo logístico, económico y militar por parte de las autoridades, si todas. Siendo este mismo ítem materia de escritura académica, lo cierto es que las problemáticas historiográficas y antropológicas rondaron en torno a las relaciones interétnicas: resistencia-negociación y todas las acciones y transformaciones tendientes a la sobrevivencia (malones, comercio, mutaciones al interior de las comunidades, pactos, etc.); avanzadas militares y captura de indios, encierros, confinamientos, etc. Sin diarios misionales, las fuentes serán otras y, por ende, la cualidad y calidad de los datos pasibles de construir: misivas, correspondencia en general, informes, relatos de viajeros y de misioneros en los que las enfermedades surgirán con mayor o menor gravitación factual, pero casi nula metodológica.
El control y dominio de la población indígena como mano de obra, como “civilizados y cristianos”, como mediadores con lo “otro” a seguir colonizando, tomó diversas formas, no sólo las reducciones. Éstas fueron tempranas y en ocasiones auxiliadas y profundizadas por el dislocamiento de las poblaciones, y de su mano ‑o paralelos- se implementaron mecanismos con grado variable de concentración demográfica ‑con su correlato en dispersión de enfermedades- o de alteración sanitaria para los indígenas involucrados: mita y encomienda, repartimientos y “servicio de indios”, reservas y “reales pueblos de indios” [Gonzalez Lebrero 1998; Birocco 2009]. Estas figuras son asociables inmediatamente al noroeste “argentino”, pero presentes también en las pampas, en parte a partir de la forzada articulación entre ambas zonas: “los desastres sufridos por los indígenas del Tucumán se coronaron con las guerras calchaquíes de fines del siglo XVI y primera mitad del XVII, que culminaron con el desarraigo y relocalizaciones de comunidades enteras y de individuos fuera de sus lugares de origen” [Paz 2008], por ejemplo en cercanías de la ciudad Buenos Aires. De prisioneros de campañas militares, víctimas de confinamientos, también tiene esta historia, como puede apreciarse en el trabajo que para este dossier escribieron Jiménez y Alioto.
La transición entre la violencia colonial y la republicana tuvo tantas aristas catastróficas que no hizo sino sentenciar el genocidio sobre las comunidades indígenas. La Conquista del Desierto (Patagonia) y la Conquista del Desierto Verde (Chaco) [10], 1879 y 1884 respectivamente, si no “inicios”, sí hitos historiográficos y puntos de inflexión de un proceso ya dado, y con certeros fundamentos en la profundización de la ofensiva y de la “definitiva solución del problema del indio”. Las campañas militares podían incluir fusilamientos y ataques sorpresa,[11] pero su mecanismo más efectivo fue el sistema de distribución indígena “fuera de su hábitat natural” a fin de garantizar el “desmembramiento familiar”; esta vez ‑a diferencia de lo ocurrido con otros “prisioneros de guerra”- afectando también a mujeres y niños [Mases 2010]. De esto se derivaron nuevas “experiencias concentracionarias” [Musante et al. 2014] que agilizaron la dinámica de sometimiento indígena al yugo de un Estado-Nación con premura de recursos explotables y exportables. Las otrora reducciones trocarían nominalmente a “colonias aborígenes”, “reducciones civiles estatales”[12] donde las condiciones sanitarias óptimas no eran una prioridad, incluso a sabiendas de que se perdía mano de obra.[13] Campos de concentración que ‑justamente- tendrían “íntima relación con dos de las más crueles masacres del estado moderno argentino: Napalpí (Chaco) en 1924 y Rincón Bomba (Formosa) en 1947”.[14] También al sur, “durante la ocupación militar los indígenas reducidos por el ejército fueron concentrados dentro del territorio patagónico en Valcheta, Chichinales, Choele-Choel y General Roca principalmente. Muchos fueron clasificados, seleccionados y deportados desde estos campos y trasladados hasta los cuarteles de Retiro o hacia la Isla Martín García donde esperaban un nuevo destino” [Pérez 2013]. La colonia de Gral. Conesa propuesta como alternativa no tendría éxito sostenido, puesto que finalmente las familias se dispersarían [Mases 2010].[15]
De este modo, las campañas militares acarrearon un factor epidemiológico fundamental: las enfermedades, sobre todo la viruela, “que contribuyó a diezmar los grupos, pues la enfermedad hizo estragos entre la población nativa” [Salomón Tarquini 2010a]. En torno a la epidemia de viruela en 1879 se dieron debates médicos respecto a las causas de su impacto entre los indígenas, pero también socio-políticos, ya que la prensa, los políticos y los religiosos se expresaron en función de las responsabilidades:[16] los indígenas habían sido distribuidos en la ciudad en muchos casos ya enfermos y en otros sin ser vacunados:
Si bien algunos jefes militares vacunaron por propia decisión o por consejo médico a los recluídos en los campamentos militares (…) muchos indios no fueron vacunados, con lo cual no sólo se introdujo peligrosamente un foco de contagio sino que fue una forma indirecta de asegurar su desaparición, bajo un arma que era a la vez terriblemente eficaz y desculpabilizante. En las palabras de Pedro Mallo, se produjo una lamentable "devastación accidental", en la cual los blancos no necesitaban asumir su responsabilidad [Di Liscia 2000].
Fue en la isla Martín García, con una “larga tradición como guarnición militar y prisión” [Musante et al. 2014], donde la viruela se luciera: “los efectos devastadores generados por el traslado y concentración en Martín García que generan el abatimiento moral, pues sienten ellos la pérdida del desierto como puede sentir un Rey la de sus palacios (…). El importante brote de viruela está vinculado con la deportación y el encierro. Esta situación es documentada como un verdadero problema para las autoridades (militares y eclesiásticas); pues no es la eliminación física lo que se busca, si no la salud física y espiritual a partir de la pérdida de atributos bárbaros para la posterior utilidad en tanto indígenas sometidos y civilizados” [Nagy y Papazian 2011: 10].[17] De hecho, “cuando fue necesario habilitar en Martín García un lazareto para cuidar de ellos [enfermos]. El arzobispado de Buenos Aires tomó inmediatamente cartas en el asunto, ocupándose de enviar hermanas de caridad y sacerdotes, como el padre Birot, para hacerse cargo del mismo” [Di Lisca 2000]. Los religiosos denunciaron la imprevisión de las autoridades que no sólo exponían a los indígenas al frío y al hambre, sino que no los proveían de un facultativo que los atendiera, mientras que aquellas responsabilizaron a los misioneros bajo el argumento de que sólo se ocupaban de sus almas.
Las alteraciones en la salud de las comunidades indígenas a partir de la arremetida republicana son pasibles de constatar en todas las expresiones de la misma, incluso haciendo caso omiso del impacto psicológico y sus múltiples secuelas.[18] De este modo los indígenas apresados en todos “los frentes” ‑sur, Chaco, Pampa, frontera puntano-cordobesa- también fueron distribuidos ‑especialmente de mujeres y niños- en el servicio doméstico y fundamentalmente enviados a trabajar como mano de obra semiesclava a las zafras azucarera, algodonera y yerbatera. Los “ingenios azucareros de Tucumán, Salta y Jujuy estaban en pleno proceso de innovación tecnológica y concentración de capitales” [Mapelman y Musante 2010]. En 1936 el informe de la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios emitiría un informe en el que podía leerse como
…el indio trabaja de sol a sol, sin descanso, mal alimentado, casi desnudo, viviendo en huetes hechas de paja, llenas de piojos y donde se reproducen las más grandes enfermedades infecciosas (…) terminada la zafra los despide dándoles unos trapos viejos y unas moneditas” [informe citado en Mapelman y Musante 2010].
Las desarticulaciones familiares y étnicas lógicamente fueron culturales en un sentido amplio (no de irreversibilidad, se entiende), por lo que cabe listar el peso, en este nuevo escenario de desterritorialización y los desplazamientos, de la falta de servicios sanitarios “occidentales”, en combinación con la limitación en el acceso a los “recursos naturales para las prácticas curativas” o a la persona encargada de efectuarlas [Salomón Tarquini 2010b].
Y si hablamos de conquistar los desiertos patagónicos en tiempos de Roca, no podemos eludir la tarea salesiana. Con sus fallidos intentos de sedentarización indígena en Patagonia continental,[19] la congregación de Don Bosco saltó a la fama gracias a sus establecimientos australes: “Nuestra Señora de La Candelaria” en cercanías de la actual Río Grande, Argentina (1893–1930 aprox.) y “San Rafael” en la isla Dawson, Chile (1889–1911). De entre las poblaciones originarias de la región, fueron los selk’nam los más afectados por el hacinamiento y el stress nutricional y psicológico, mientras los yámana y los kawéskar ya habían padecido el impacto directo e indirecto de las travesías estratégicas y comerciales de los europeos durante el siglo XIX.[20] Los yámana además, contaban con el honor de haber sido alojados por los anglicanos que instalaron el primer núcleo “blanco” en Tierra del Fuego en 1869, en la zona de la actual Ushuaia. Lo cierto es que los salesianos fueron artífices de la avanzada capitalista sobre la estepa fueguina liderada por los empresarios ganaderos,[21] y por lo menos 1000 los selk’nam fallecidos fundamentalmente por tuberculosis entre las dos misiones mencionadas [Casali 2013].[22]
Las inherencias de las conquistas republicanas incluían la consolidación de la “patria” y el surgimiento de ciudadanos, de seres nacionales con diversas acepciones de sanidad. Por un lado la civilizatoria, una de las tantas herramientas de invisibilización, de anulación del “otro” que, en el caso del sujeto indígena implicaba el destierro de las “prácticas y terapias curativas propias (…) consideradas bárbaras y atrasadas”; las enfermedades indígenas fueron reemplazadas por “patologías de los blancos” y la “imposición de remedios y terapias civilizadas significaron una nueva conquista” [Hochman et al. 2012]. Imbricado con lo anterior, la euforia capitalista ameritaba la construcción de una masa trabajadora saludable, concepto que ‑como es sabido- colisionó rápidamente con una realidad inmigratoria contraria a la planificada. El “caos racial” [Miranda y Vallejo 2006] validaba una psicología social con clave eugenésica y la extrema otredad de los sujetos/objeto recientemente anexados, exultaba al darwinismo social imperante. En algún punto, el indígena/ lo indígena se convertía en una figura científicamente ambigua, pero ideológicamente coherente: como expresión de lo prístino y exótico, caía víctima de estudios antropométricos y biotipológicos; de una conveniente estigmatización arqueologizante, compatible con su presencia en los museos. Como ente homogeneizable, mimetizable, a “mejorar”, se le aplicó una “especie de inclusión por asimilación no desprovista de violencia” [Miranda 2014].[23]
La concepción de “patria sana” incluía un correlato en la gestación y perfeccionamiento de un sistema sanitario con anclaje no sólo en áreas receptoras de inmigrantes, sino también en el “interior”, con todas sus acepciones e implicancias. La Sociedad de beneficencia creada en 1823 por Rivadavia y los “sistemas de protección social comunitarios” ‑las “ideas mutualistas”-, implementados por los inmigrantes, si bien impactaron conceptual y materialmente [Cerdá 2015], eran insuficientes. A las consecuencias cotidianas del acelerado proceso de urbanización se sumaban las propias de los episodios epidémicos,[24] por lo que la “prédica higienista de prevención”[25] indefectiblemente debía complementarse/completarse con la puesta en práctica de obras de saneamiento urbano (agua potable, cloacas, recolección de residuos, etc.), campañas de desinfección, de vacunación y ‑lógicamente- con la constitución de un sistema sanitario. El Departamento Nacional de Higiene[26] fue clave en la institucionalización de la salud pública, de una burocracia sanitaria. Pero en los Territorios Nacionales, la evolución en la atención de las necesidades sanitarias es plausible de compendiar mediante categorías como médico de la gobernación, medicalización itinerante y asistencia pública [Di Liscia 2008a, 2009; Bohoslavsky y Di Liscia 2008]. El alcance, el impacto, la eficacia de las diferentes políticas sanitarias ‑estructurales/coyunturales, nacionales/locales, preventivas/aplicadas, fijas/portátiles, etc.- dependerá de diversos factores, todos los cuáles, individualmente o como parte de procesos o de un comportamiento dialéctico, han sido examinados desde la historia social de la salud y la enfermedad. Sin ánimo de describir los detalles del desarrollo de esta perspectiva historiográfica,[27] lo cierto es que se erige como uno de los campos en cuya intersección afincan las problemáticas aquí tratadas. Desde esta óptica no sólo es posible visualizar cuestiones con raíz institucional o corporativa ‑como las políticas sanitarias, los procesos de medicalización y profesionalización médica, etc.-, sino también los contextos de estos factores y de las enfermedades. Es que “lo social” constituye el tamiz por el que se deslizan (y deben hacerlo) todos los tópicos del campo salud; es el eje transversal; condicionante, si no determinante. A riesgo de ser reiterativos, la salud es un hecho social, lo mismo que la enfermedad ‑que es en sí, además de parte de aquel todo: la enfermedad surge en condiciones materiales (demográficas[28], económicas, nutricionales, culturales, ambientales, etc.) concretas; afecta a poblaciones todas o a sectores divisibles por clase, género, etnia o lo que fuere; su tratamiento ‑como la atención sanitaria toda- depende de decisiones políticas y de factores técnicos y profesionales y no siempre es factible hablar en términos de progreso y evolución, sino también de incertidumbres y frustraciones; la percepción de la enfermedad y el modo de transitarla es personal, pero también cultural y/o de época. Por eso resulta imperioso hablar de historicidad, de multiplicidad de actores y de factores que se comportan sinérgicamente y hacen la salud y la enfermedad; por esto es tan relevante la mirada interdisciplinaria como la que no desdeña de “la dimensión local” [Armus 2004, 2005, 2012], de lo específico, de lo que ‑idealmente tributario de teorías, paradigmas, preguntas y problemas de amplio alcance (geográfico o temático)- no encalla en el análisis exclusivo de urbes destacadas ni en la traspolación automática de modelos.
Como en toda dinámica intelectual, ante la tesis de lo biológico se ubicó la antítesis de lo social, a riesgo de descuidar la síntesis. Pero, la ductilidad de las categorías contextualización [que no es fragmentación] y social, se refleja en la posibilidad de contener además el sustrato biológico de la salud y la enfermedad: por un lado, “lo que podríamos llamar la historia natural de la enfermedad ‑siguiendo a Rosenberg” [Armus 2012],[29] que para algunos casos de contacto interétnico es deseable que incluya al menos la consideración/mención de estudios paleopatológicos.[30] Por el otro, adquiere relevancia la perspectiva inmunológica, es decir el análisis de la trayectoria y co-evolución entre hospedador y patógeno, la historia inmunológica y la estructura genética de la población hospedadora.[31] Esto no se traduce en responsabilidades étnicas ni explicaciones simplistas en tanto se articule ‑como dijimos- con el examen que nos acerca a las características sociales, económicas, culturales y políticas del contacto interétnico,[32] al examen de la causalidad social en el desarrollo, dispersión y contagio de una patología.
Sedentarización y trabajo esclavo en general. Mita, encomienda, obrajes, zafras, servicio doméstico, servicios sexuales,[33] misiones, reservas, en particular. Deportaciones, remates y campos de concentración. Armas de fuego, matanzas. Desterritorialización, distribución, relocalización, “desarticulación de las redes sociales previas/ desvalorización sistemática de las prácticas culturales de los vencidos” [Salomón Tarquini 2010ª]. Mestizaje; incorporación a la policía, el ejército y la marina. Bautismos y supresión de nombres indígenas, argentinización, ciudadanización, omisión censal. Grotescos y sutiles; dispositivos de poder, violencia al fin.[34] Otredad extrema, utilizada a la vez que anulada. La conquista de 1492 y el imperialismo de la segunda revolución industrial, la división internacional del trabajo y el darwinismo social; la metrópolis y la república. Agentes simbólicos de una exclusión de largo plazo y complejidades varias. El siglo XX se ocupó de potenciar una realidad de genocidio y una narrativa de extinción que permeó “-en distintos niveles- las percepciones, pasibles de rotular como académica, escolar y social”.[35] Lo cierto es que en la actual Argentina la potencia de la invisibilización se extendió hasta el retorno a la democracia en los ’80 del siglo XX.
Gradualmente se gestó la reemergencia indígena, un reconocimiento a partir del cual los propios indígenas se configuraron “como actores políticos involucrados en la implementación de agendas públicas, así como en los modos de presentarse a sí mismos y conceptualizar sus identidades, prácticas culturales, memorias, lenguas, derechos y formas de organización. El aumento de la participación indígena en espacios en los que confluyen funcionarios estatales, organizaciones de la sociedad civil y académicos impulsó nuevos campos de interlocución que promovieron debates y reflexiones colectivas” [Lazzari y Quarleri 2015]. La salud no quedó ajena a estos procesos: tal como detalla Lorenzetti en este dossier, a partir de la emergencia del cólera en [que ironía] 1992, “la cobertura de los servicios de salud en las comunidades indígenas adquirió resonancia pública (…) y el estado de salud de la población indígena ingresó paulatinamente en los ámbitos de gestión como asunto que debía ser atendido”. La “conformación de una red de agentes sanitarios indígenas” fue una de las bases del enfoque intercultural en salud[36], que discurre cada vez con más fuerza por “el diseño de acciones sanitarias y el armado de áreas programáticas específicas”[37], como por los andariveles del proceder académico. Se trata de una aproximación etnográfica en la que lógicamente la antropología pareciera pesar más que la historia, pero que “lleva presente más de medio siglo en los textos académicos y discursos oficiales” [Vicente Martín y Gil 2017], pudiéndose incluso forzar un antecedente en las consideraciones de la medicina indígena efectuada por los “civilizados” en el siglo XVIII. Tal vez para este caso se tratara más de un acto utilitarista de apropiación de los saberes indígenas para su uso en el medio occidental [ver Di Liscia y Prina 2002] y no de una “consideración altruista” en pos de la atención sanitaria del “otro”. Pero, el vínculo entre las medicinas no es tan lineal y no necesariamente debe leerse en términos de verticalidad y absolutismo [ver Di Liscia 2002], como además se observa en dos de los trabajos presentes en este dossier [Deckmann Fleck y Rosso]. La autoconsciencia del otro puede incluir su valoración como su sujeción. Lo cierto es que si de “medicinas” se trata es por oposición a “la medicina”, a un modelo hegemónico, occidental y verdadero; positivo, científico y racional. “No se trata de medicalizar los mundos ajenos, sino de establecer un diálogo respetuoso entre maneras de pensar cuerpo, salud y enfermedad” [Gil 2011]; “indudablemente, cualquier planteamiento intercultural sobre lo que sea ha de partir del respeto mutuo y del diálogo permanente a partir del reconocimiento de la valía de lo que el otro puede ofrecer [Fernández Juárez 2004].[38]
Poder y otredad. Alteridad y asimetría. Ensayamos líneas de continuidad a través de la salud y la enfermedad como ejes factuales y analíticos. Una amalgama inevitablemente desbalanceada o arbitraria, de exhaustividad impracticable, pero fructífera para nuestros fines y, por ende, como marco de los trabajos aquí presentados. Procuramos saldar diversas aristas del desafío, que exceden a la amplitud temporal y espacial: analizar más allá de los estereotipos y las dicotomías, de animosa presencia aún en estas temáticas. Puntuar la relevancia de lo epidemiológico y lo demográfico, pero también de lo sanitario y lo social sin que ‑a la vez- no se pierda de nuevo el equilibrio; evitar que se diluya lo biológico sin caer en el biologicismo. Consideramos que este es el principal reto: que el recorte del objeto de estudio, que las especificidades disciplinares, que la disponibilidad de datos, no atenten al menos contra la reflexión, la conciencia de las omisiones, las inhabilidades o los intereses. Construimos una narrativa que incluye épocas y lugares desde una coherencia temática y problematizadora, a la vez que no los convierte en “ejemplos”, “espejos”, “casos”. Hablamos de la América meridional; de tramas que no precisamente predominan en las agendas académicas. Nos ocupamos de una temática con precario desarrollo para nuestro país, pero ubicada en la intersección de vertientes intelectuales de reconocida trayectoria vinculadas con el examen de las relaciones interétnicas o con los procesos de salud y enfermedad. No hay una salud, no hay una medicina, pero la salud es un todo magnético de variables cotidianas y estructurales, propias y ajenas, que entretejen sinérgicamente el ser. Historizamos y problematizamos.
Poder y otredad. Alteridad y asimetría. La etnicidad es producto específico de un contexto y un proceso [Briones 2005] a la vez que entidad diacrónica, en una múltiple entrada de dinamismo y construcción sincrética en la que lo adquirido y lo legado esfuman confines. Las muertes indígenas son étnicas y sociales. Pero étnico no es genética y social no es a‑inmunológico, como inmunológico no es a‑social. Pretendemos actualizar la catástrofe y convertirla en genocidio, a la vez que éste no se encauce por el sendero de la extinción.
Basándonos en lo hasta aquí expresado, presentamos los cinco trabajos que integran este dossier.
Tanto Eliane Deckmann Fleck como Cintia Rosso nos invitan al vasto universo jesuita, a ese rico y ambiguo ‑pero coherente- siglo XVIII, en el que a la consolidación del poder de la orden ‑entre otras cosas expresada en la sistematización definitiva de sus registros [Maeder 1997: 45]- siguió su expulsión de las tierras americanas. De hecho, muchas de las fuentes fueron escritas en el exilio. Sobre la Provincia Jesuítica del paraguay o sobre las reducciones chaqueñas meridionales, con foco en las comunidades guaraníes o en las poblaciones guaycurúes, las autoras recuperan el “confluir medicinal” a partir de los escritos religiosos correspondientes a cada caso.
Deckmann Fleck ofrece nuevos argumentos para la distinción de la construcción de conocimiento en las misiones americanas y los certeros aportes al desarrollo de la ciencia moderna. A partir de las obras de los padres y hermanos jesuitas, la autora caracteriza esta cultura científica con énfasis en el rol de los religiosos: su formación, su mediación-articulación entre saberes europeos y locales, la experimentación y producción de técnicas, datos y protocolos con impacto local en función de las necesidades particulares de atención sanitaria, la estructuración de redes de conocimiento y circulación no sólo entre los colegios de América y Europa, sino fundamentalmente entre las instituciones de la Compañía de Jesús a través de las diversas, amplias y distantes zonas de influencia en Sudamérica. La contribución de los indígenas, en tanto enfermeros y “curanderos”, pero especialmente como informantes y portadores de saber, es otro de los aspectos destacados en este trabajo en el que se pretende enfatizar la conservación de las “prácticas curativas tradicionales”. Un artículo que refleja la erudita trayectoria de la autora, a la vez que permite al lector no avezado aprehender la problemática específica.
Rosso también puntualiza la estima que los jesuitas predicaban respecto de ciertas materialidades sanitarias indígenas y los acercamientos entre ambos tipos de prácticas y saberes, pero su texto además trasunta tensión y diferencias. El foco en la figura del “chamán” permite a la autora analizar las semejanzas y las divergencias entre las cosmovisiones jesuita e indígena y cómo ‑por ambas cualidades- aquél podía ser factor de disputa y hasta competencia. El examen de las concepciones de salud, enfermedad ‑y etiología‑, diagnosis y terapéutica para ambos imaginarios, habilita a Rosso a contemplar “las medicinas” en las reducciones, bifurcadas o solapadas, en armonía o conflicto, pero coexistentes. Con menciones ineludibles a las instituciones “del Paraguay”, este artículo nos enriquece dando acceso a vivencias jesuíticas que exceden la impronta histórica e historiográfica de aquellas protagonizadas por guaraníes.
Jimenez y Alioto también afincan en el siglo XVIII mediante el examen de dos episodios de viruela en Buenos Aires (1780 y 1789), pero complementados con información de la “Campaña del Desierto” sucedida un siglo después. El denominador común lo constituyen las políticas sanitarias por parte de las autoridades, primero coloniales, luego republicanas. Así, la negligencia ‑por acción u omisión‑, tendrá forma de no respeto a las normas ‑Reales Órdenes-establecidas para minimizar el contagio en tiempos de ausencia de profilaxis específica, y de no práctica de las máximas sanitarias más adelante. Los datos de este trabajo permiten rescatar parte del impacto de la viruela en situaciones de violencia explícita como son los aprisionamientos, los encierros o las campañas militares; pero también las consecuencias indirectas en función de la dispersión de la enfermedad en los toldos o a causa del reparto de indígenas entre las familias porteñas. En suma, con una pertinente contextualización demográfico-epidemiológica, los autores brindan un relato sobre indígenas reducidos pero en un marco de articulación campaña-puerto y no propio de intereses eclesiásticos.
Para cerrar cronológicamente, la antropóloga Mariana Lorenzetti propone un panorama sobre los enfoques de salud intercultural en los ámbitos de gestión e investigación en la Argentina de las últimas décadas. Sin pretensiones de estado del arte, la autora procura una revisión justamente a partir de inquietudes particulares, pero disciplinares, producto de la conjunción de su trayectoria intelectual y etnográfica. Una metanarrativa teórico-práctica: con dicha cualidad en su génesis, problematiza y analiza las interlocuciones entre las instancias y las implicancias de la gestión e investigación de salud intercultural; concluye con un principio de propuesta con base en la actividad etnográfica, en el cariz teórico-práctico de la antropología, capaz de neutralizar esencialismos y simplificaciones en las ‑precisamente- experiencias de salud/enfermedad/atención que impliquen contacto interétnico. Lectura imprescindible para neófitos, pero también para quienes ya acopian información sobre el estudio de las condiciones de salud de las poblaciones indígenas y sus necesidades, la implementación de acciones y programas sanitarios específicos por parte de las agencias estatales, y las múltiples complejidades derivadas de esta articulación.
Por último, Ricardo Guichón esgrime un ensayo por demás sugestivo en el que a partir de su trayectoria como antropólogo-biólogo reflexiona sobre “el hacer ciencia”, sus características, implicancias y desafíos. Abocado durante décadas al análisis de temáticas vinculadas con la salud de las poblaciones ‑en este caso de Patagonia Austral‑, recupera algunas de las vicisitudes inherentes a la labor investigativa mediante la metáfora de “rompecabezas”. Paradigmas y programas, encuadres teóricos, objetos objetivados y objetivos transformados, metodologías y técnicas, escalas espacio-temporales y niveles de análisis, inter e intradisciplinariedad, complejidades y multidimensionalidades, graficadas a través del concepto de salud en función del contacto interétnico en la América meridional. Guichón se/nos obsequia sus senderos epistemologizados, sus causalidades y contingencias, que también “son ciencia”. Ideas hiladas en torno a cómo y por qué generar conocimiento sobre “salud”, en palabras de quien contribuye ‑desde los años ’80 hasta la actualidad- a la elaboración de “significantes fueguinos”, intelectual y socialmente hablando.
Me retiro agradeciendo a los autores y a los evaluadores por su trabajo, compromiso y predisposición; por ser parte de un intercambio realmente enriquecedor y constructivo. Anhelo el lector disfrute y se beneficie con las labores aquí esgrimidas tanto como quien suscribe.
Romina Casali. Mar del Plata, junio 2017.
Citas
* Dra. en Historia. Investigadora Adjunta del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), NEIPHPA (Núcleo de Estudios Interdisciplinarios sobre Poblaciones Humanas de Patagonia Austral), UNICEN (Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires), Argentina.
[1] Es Noble David Cook y no David Noble Cook, cómo él mismo se ocupara de aclarar en el prefacio a la edición en español de La catástrofe demográfica andina. Perú, 1520–1620.
[2] Sobre los detalles de esta obra y su contexto de producción ver Gil, 2015.
[3] La Población Indígena de América desde 1492 hasta la actualidad [1945] y La población indígena y el mestizaje en América [1954].
[4] The Native Population of the Americas in 1492. [1992 (1976)].
[5] Contested ground. Comparative frontiers on the northern and southern edges of the Spanish Empire [1998].
[6] En 1968 publicó La población de América Latina: bosquejo histórico, que continuó en 1973 con su legendaria obra La población de América Latina desde los tiempos precolombinos al año 2000, la cual revisó en 1994 con el nombre La población de América latina. Desde los tiempos precolombinos al año 2025 y actualizó en 2014 con Historia mínima de la población de América Latina desde los tiempos precolombinos al año 2025. También se puede ver su participación en la obra colectiva América Latina en la época colonial [1990], por ejemplo, entre tantos trabajos.
[7] Revista de Indias, 2003, vol. LXIII, núm. 227
[8] La magia de la internet nos concede el hallazgo de escritos como “Apuntes históricos sobre epidemiología americana, con especial referencia al Rio de la Plata”, del Dr. Pedro L. Luque, adscripto a la cátedra de Medicina “Higiene y Profilaxis” en lo que califica como su “primera excursión al campo de la historia”. El capítulo 1 reza “las epidemias, principal factor de despoblación americana”, siendo la viruela lógicamente enfermedad importada destacada.
[9] Como dijimos, los jesuitas no fueron los únicos y el siglo XVIII tampoco. En esta zonas las reducciones o intentos reduccionales ya se dieron en el siglo XVII [ver por ejemplo Carlón 2006 y 2007], pero las misiones erigidas por los jesuitas en la campaña bonaerense en el lapso 1740–1753 (Nuestra Señora de la Purísima Concepción de los Indios Pampas, Nuestra Señora del Pilar del Volcán y Nuestra Señora de los Desamparados) fueron emblemáticas y así lo refleja la bibliografía: Martínez Martín [1994] (quien también esbozara estadísticas demográficas sobre las misiones paraguayas [1998]), Nofri [1999, 2001, 2009], Correa [2000, 2001, 2006], Néspolo [1999, 2007], Irurtia [2007, 2008], Pedrotta [2013, 2015, 2017], entre tantos. Huelga acotar que la vasta obra de Nacuzzi atraviesa estos tópicos [por caso 2005, 2014]. Los intentos sobre las costas patagónicas pueden recapitularse mediante Page [2013]. Para las fallidas intervenciones en la zona cordillerana se puede leer Urbina [2008], Nicoletti [2002, 2014, 2015], entre otros.
[10] En ambos casos destaca la estampa de Julio Argentino Roca, pero también ‑por qué no- hay coincidencias en figuras como las de Luis Fontana (hoy topónimo de un lago chubutense), partícipe de ambos ejércitos, secretario de la gobernación en Chaco e inmediatamente después primer gobernador de Chubut.
[11] Por caso “la acción militar a cargo de Rudecindo Roca que perduró en la historia como la Masacre de Pozo del Cuadril y que desencadenó en su momento graves críticas como las del diario La Nación, en las que se apeló a la calificación de crimen de lesa humanidad. En octubre de 1878, según reconstruye José Depetris, un contingente de “guerreros ranquelinos” se dirigió a Villa Mercedes de San Luis a cobrar las raciones estipuladas en el pacto firmado meses antes entre el gobierno nacional y los caciques Epugner Rosas y Manuel Baigorria. Uno de los guerreros al frente de esta comisión era José Gregorio Yancamil. El resultado de lo que debía ser un intercambio pacífico fue el ataque sorpresivo efectuado por las tropas nacionales, el fusilamiento masivo de los varones capturados y el envío de las familias, en diciembre de ese año, a la zafra tucumana [Lenton 2017].
[12] “Formas de disciplinamiento y control ejercidas sobre las poblaciones indígenas de Chaco y Formosa a través de un sistema de reducciones civiles estatales que duró más de cuarenta años y en cuyos espacios concentracionarios llegaron a estar reducidas más de 5.000 personas” [Musante 2015].
[13] “En tanto las reducciones de Napalpí y Bartolomé de las Casas ya estaban en funcionamiento hace veinte años, el informe de los inspectores enumera una serie de condiciones que se deberían mejorar como por ejemplo la inexistencia de atención médica y sanitaria, agua potable, viviendas en pésimo estado, etc. “Las poblaciones de las reducciones es lo suficiente grande como para que exista en forma permanente la presencia de médicos y enfermeros. Se requiere un pequeño hospital en cada una. Camillas, un aparato para esterilizar, una caja de parto (entre otras).” (CHRI Nº4, 1936). Además “La higiene es de una importancia capital, en Bartolomé de las Casas hice notar la presencia en clase de varios indiecitos con impétigo contagioso de cara y cuero cabelludo”. Y termina afirmando “me es doloroso confesarlo pero el servicio médico de las reducciones es ineficaz e insuficiente. Lo enfermos no se revisan (…) He visto a un chico con raquitismo avanzado y deformación ósea a quien no se la daba régimen de alimentación conveniente”. (CHRI Nº4, 1936). [Musante 2013].
[14]En 1924, en la reducción de Napalpí, se produce una sublevación de tobas y mocovíes por una serie de restricciones económicas y de libre circulación que el gobernador del territorio nacional del Chaco, Fernando Centeno, impuso a los sujetos indígenas. A eso se sumó la demanda por las condiciones de supervivencia y a la persecución constante de los indígenas por la policía local. Tras una serie de discursos (desde la población blanca lindante y los medios de comunicación) que comienzan a hablar de sujetos revoltosos, posibles malones, etc., el 19 de julio son asesinados centenares de tobas y mocovíes por parte de la gendarmería nacional que reprime por tierra con regimiento y por aire con un avión. Las matanzas duraron varios días más e incluyeron incineraciones en fosas comunes y exposición de muertos en plazas públicas. Por otro lado, en octubre de 1947 ‑durante el gobierno de Juan Domingo Perón- en un paraje llamado La Bomba, cerca de Las Lomitas, provincia de Formosa, otra vez una reunión numerosa de indígenas en el ámbito de lo público terminaría con una represión. Miles de pilagás se juntaron para celebrar un encuentro religioso y esto llamó la atención de los vecinos y del Regimiento 18 de Gendarmería Nacional, con asiento en Las Lomitas. Mientras el Ministerio del Interior informaba que algo raro se gestaba, Abel Cáceres, un inspector de ese ministerio, que a la vez era el administrador de la reducción de Bartolomé de las Casas, intenta persuadir a los indígenas de ir a la reducción. La negativa de los pilagás termina con una represión que, al igual que la de Napalpí, duró varios días con fusilamientos masivos y fosas comunes en las que se quemaron los cuerpos. Los sobrevivientes, que fueron enviados a la reducción de Bartolomé de las Casas, recuerdan ese momento como el fin de su libertad, ya que a partir de la matanza y del encierro en la colonia son incorporados al sistema de trabajo capitalista y ya nunca dejarán de trabajar en condiciones de explotación [Musante 2013]. Sobre la matanza en Rincón Bomba, recomendamos el documental Octubre Pilagá, de Valeria Mapelman.
[15] La obra de Enrique Mases [2010] constituye un punto de referencia ineludible, ofreciendo detalles de la gestación y contexto político y normativo de los sistemas de distribución y de colonias para los indígenas del sur. Detalles de las avanzadas sobre Nordpatagonia y los momentos subsiguientes respecto a las relaciones interétnicas y formas de dominación (en formas más complejas que la militar) ver Delrio 2005. Sobre la avanzada militar en la zona de La Pampa, las colonias, la acción de salesianos y franciscanos y el devenir indígena posterior ver por ejemplo la obra de Claudia Salomón Tarquini [2006, 2010ª, 2010b, entre otros]. Sobre la frontera puntano-cordobesa ver Marcela Tamagnini y Graciana Pérez Zavala, por ejemplo.
[16] Sobre las distintas posturas científicas respecto a la raíz étnica o no de la dispersión de la viruela, sus distintos tipos (confluente y hemorrágica o discreta), los detalles de los dos tipos de debates y ‑en este sentido- las acusaciones multidireccionales entre los religiosos, las autoridades y la prensa, ver Di Liscia 2000.
[17] El resaltado es cita textual de la fuente por parte de los autores. Según los libros de bautismos, se observa durante el año 1879 (único año en el que hay un registro pormenorizado) un total de 825 bautismos, siendo la mayoría en situaciones de urgencia ante la epidemia de viruela que se expandió en la isla entre enero y marzo (AABA Libro de Bautismo, Capilla de Martín García). Con respecto a las defunciones, el registro alcanza para esos meses un total de 81 fallecidos (AABA Libro de Defunciones), cifra que concuerda con las cartas del padre José Birot, enviado por el Arzobispado de Buenos Aires y miembro de la congregación vicentina (AV. Carta de José Birot, fechada 2 de marzo de 1879) [Musante et al. 2014].
[18] Desde una perspectiva más tradicional, de corte biologicista, la bibliografía en general ha recuperado las repercusiones demográficas en tanto disminución de la tasa de reproducción a causa del desgano emocional.
[19] Allí, los salesianos quedaron como “los encargados oficiales de producir la evangelización de los sometidos” en los “campos de concentración” fundados a partir de las campañas militares [Delrio 2005]. Sobre los salesianos en Patagonia ver la extensa obra de María Andrea Nicoletti, por ejemplo 2008.
[20] La zona del Beagle fue saqueada por cazadores de ballenas, lobos y elefantes marinos, focas y pingüinos desde el descubrimiento (inglés) en 1592 de las islas Malvinas y en 1616 del cabo de Hornos; pero la explotación se profundizó en el siglo XIX, en parte a partir del viaje del barco británico comandado por Fitz Roy que diera nombre al canal [ver Alonso Marchante 2014]. Las poblaciones de los canales fueron víctima de la violencia explícita de estos personajes capitalistas, pero también de las enfermedades por ellos portadas, entre las que sobresalen el sarampión y la sífilis, aunque también se registraron casos de rubeola, viruela, lepra y más adelante tuberculosis.
[21] El grupo económico Braun-Menéndez-Behety y la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego descollan como certeros portadores del poder en un escenario de endeblez estatal. Lógico sustento de su celebridad son las matanzas de selk’nam y su deportación a Dawson y traslado a La Candelaria, donde en el mejor de los casos sortearían la tuberculosis. La gravitación de esta corporación ‑fundadora del supermercado “La Anónima”- en el devenir socioeconómico argentino es perceptible a lo largo del siglo XX y hasta la actualidad, siendo Marcos Peña Braun ‑actual jefe de gabinete nacional‑, bisnieto del legendario Mauricio Braun. Detalles de la colonización fueguina y del impacto de la misión La Candelaria en la salud selk’nam en Casali 2013.
[22] Sobre la población total de selk’nam en la isla al momento de iniciado el “contacto directo” no hay certidumbre y las cifras ofrecidas por distintas fuentes secundarias y etnográficas sólo permiten una aproximación. Muy disímiles entre sí, oscilan entre 1500 y 4000 indígenas. Hemos sugerido un probable tamaño poblacional previo a la colonización de 2400–2700 selk’nam [Casali 2013]. Tomando estas cantidades como referencia, podría especularse con que entre el 37 y el 40% de la población selk’nam habría fallecido en las reducciones salesianas a causa de las enfermedades infecciosas, especialmente la tuberculosis.
[23] Sobre las potenciales ambigüedades en la eugenesia en sí, los distintos tipos de eugenesia y sobre la eugenesia en la historiografía, ver el excelente compendio de Miranda 2014. Para todo lo concerniente a eugenesia ver la vasta obra de Marisa Miranda y Gustavo Vallejo.
[24] A la ya mencionada epidemia de viruela cabe adjuntar la célebre de fiebre amarilla acaecida en 1871, causa de la creación del cementerio de la Chacarita: “es recordada como parteaguas simbólico para la historia sanitaria argentina, ya que en solo cuatro meses murieron más de 13 mil personas” [Cerdá 2015].
[25] Evitar el hacinamiento, crear espacios al aire libre y alejar posibles lugares de contagio como hospitales, cementerios, mataderos e industrias [Cerdá 2015].
[26] Creado en 1880 y con jurisdicción en la ciudad de Buenos Aires y los Territorios Nacionales
[27] Tarea en exceso llevada a cabo por destacados como Diego Armus [por ejemplo 2002, 2004, 2005, 2010, 2012], Silvia Di Liscia [2008b] y Adrián Carbonetti [et al. 2013], entre otros. La bibliografía sobre la consolidación de un sistema sanitario en Argentina es más que abundante y resulta inabordable aquí este ítem en su totalidad y complejidad. Recomendamos la lectura de la fecunda e ineludible obra de Susana Belmartino. También se pueden consultar los textos de Ricardo Gonzalez Leandri y de reciente producción el libro dirigido por Carolina Biernat, Juan Manuel Cerdá y Karina Ramacciotti [2015]. Para lo concerniente a las implicancias de un sistema sanitario en los Territorios Nacionales, la referencia por excelencia es María Silvia Di Liscia [2008a, 2009, 2010, por ejemplo]. En 2005 se creó la Red de Historia Social de la Salud y la Enfermedad y tuvo lugar en Mar del Plata el I Taller de Historia Social de la Salud y la Enfermedad en Argentina (hoy también América Latina), en los cuales se destacan ‑además de los citados Armus, Carbonetti, Di Liscia y Ramacciotti- Adriana Alvarez, Graciela Agnese, María Estela Fernandez, Irene Molinari y Daniel Reynoso, entre tantos que investigan desde la historia como disciplina y sin mencionar a quienes aportan desde la sociología, el derecho, la antropología, etc. En cuanto a los abordajes desde la medicina se destaca la figura de Hugo Spinelli, director del instituto y la revista Salud Colectiva. Estas perspectivas también han experimentado un fuerte desarrollo en todo Latinoamérica, especialmente en Colombia, México, Chile y Brasil, pionero y promotor en/de estas cuestiones.
[28] Como vimos, la faceta demográfica es crucial en este tipo de problemáticas. Desde la historia de la salud, ha sido común hacer uso de categorías como transiciones (demográfica, epidemiológica, sanitaria, atención sanitaria), las cuales han ido complejizando el análisis de las causas de muerte de una población, su respectiva tasa y su relación con la de natalidad y con otros aspectos de la dinámica poblacional [son muchos los autores que tratan estos temas. Citamos sólo un ejemplo: Carbonetti y Celton 2007; una síntesis también en Casali 2013].
[29] Los tiempos donde cuentan el descubrimiento y encuadre de la patología, la construcción de los necesarios consensos, la búsqueda y logro o fracaso de respuestas que lleven al control, erradicación y la desaparición de la enfermedad [Armus 2012].
[30] Disciplina que analiza la salud de las poblaciones antiguas, fundamentalmente a partir del estudio de restos óseos, lo que podría habilitar inferencias sobre los contrastes y las alteraciones sucedidas a partir del contacto interétnico, sea en ítems epidemiológicos (por ejemplo existencia o no de ciertas enfermedades), sea en aquellos referidos a las condiciones de vida en general y aspectos sanitarios en particular. Para una excelente síntesis sobre la paleopatología, sus características, metodologías, implicancias y desarrollo ver Suby 2012. Más aún, se han explorado otras potenciales vías de contagio como la zoonótica para determinar la posibilidad de una tuberculosis prehispánica (Tuberculosis pinnipedi) en Patagonia Austral por ejemplo [Bastida et al. 2011].
[31] No siempre el patógeno avanza hacia formas benignas ni el hospedador evoluciona inmunológicamente a través del tiempo: en muchas partesof the world where humans and M. del mundo donde los seres humanos y el M. Ttuberculosis have beuberculosis han estado en contacto durante mucho tiempo, se dio unathe evolution of drug-resistant strains of TB in many parts evolución de cepas resistentes a la droga de la TBin contact over time, and the emergence of extremely viru- y aparecieron lent strains of M.cepas muy virulentastuberculosis in some areas (for example, en algunas áreas. leads to benign commensalism.While there are many, and El análisis de la historia inmunológica de la población hospedadora para los casos de contacto interétnico presenta dificultades, ya que corresponde a las etapas iniciales de los procesos epidémicos o endémicos. Habría que resolver esta vacante, puesto que la mayor parte del conocimiento epidemiológico actual se vincula con etapas posteriores o finales de dichos procesos. Para el caso de la estructura genética, se propone que en el caso de poblaciones inmunológicamente homogéneas los patógenos pueden dispersarse rápidamente y la bacteria actúa con mayor virulencia, situación en la que evidentemente se hallaban muchos pueblos americanos antes de la colonización [Wilbur y Buikstra 2006].
[32] Que además condicionan el sistema inmunológico.
[33] Por ejemplo, en el caso de Tierra del Fuego y Patagonia Austral [Bascopé 2011].
[34] Dejamos para otras instancias el debate y las complejizaciones teóricas ligadas a la no pasividad del sujeto indígena, a las capacidades de su agencia, a las múltiples formas de resistencia, a su perspicacia y capacidad de negociación, etc. Lo aquí expuesto no pretende simplificar el contacto convirtiéndole en unidireccional.
[35] Sobre el genocidio indígena en Argentina ya se ha escrito y teorizado en extenso, en términos genéricos y concretos, históricos y jurídicos. Para detalles sobre “genocidio y extinción” en el caso selk’nam ver Casali 2017.
[36] El cual no aplica exclusivamente al binomio indígena-occidental ‑aunque es el que más gravitación posee‑, así como lo intercultural, comprensiblemente, no sólo a salud.
[37] El entrecomillado de estas últimas oraciones corresponde al artículo de Mariana Lorenzetti presente en este dossier.
[38] Gerardo Fernández Juárez coordinó cinco volúmenes sobre Salud e Interculturalidad en América Latina editados por Abya-Yala en 2004, 2006, 2008, 2009 y 2010: Perspectivas antropológicas; Antropología de la salud y crítica intercultural; Salud, interculturalidad y contexto migratorio; Prácticas quirúrgicas y pueblos originarios y Salud, interculturalidad y derechos.
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Romina Casali, «Presentación dossier: Enfermedades y colonialidad. Poder y salud en situaciones de contacto interétnico en la América meridional», Revista de Estudios Marítimos y Sociales [En línea], publicado el [insert_php] echo get_the_time('j \d\e\ F \d\e\ Y');[/insert_php], consultado el . URL: https://wp.me/P7xjsR-H2