Políticas de confinamiento e impacto de la viruela sobre las poblaciones nativas
de la región pampeano-nordpatagónica (décadas de 1780 y 1880)

Confinement policies and impact of smallpox on native populations in Pampas and North Patagonia (1780s and 1880s)

Juan Francisco Jiménez*
Sebastián L. Alioto**

Recibido: 1 de marzo de 2017
Aceptado:  20 de junio de 2017

Resumen

El modo en que las epidemias originadas en el Viejo Mundo, incluyendo la viruela, afectaron a las sociedades nativas americanas ha sido objeto de un extenso debate. Se ha sostenido que fueron la principal causa de la caída demográfica nativa, lo que, si nos atuviéramos sólo a la historia natural de la enfermedad, pareciera exculpar a los invasores europeos. Pero si se tienen en cuenta las políticas sanitarias llevadas adelante por los colonizadores, el panorama es distinto. A través de ejemplos separados por un siglo, se estudia cómo las políticas de confinamiento de indígenas pampeanos en cárceles y campos de concentración colaboraron a diezmar a la población afectada, completando en los sobrevivientes el daño hecho en las anteriores entradas militares. A partir de los frecuentes conflictos interétnicos de las décadas de 1770 y 1780, los/las indígenas (especialmente las mujeres y niños) aprisionados en las campañas militares fueron encerrados en condiciones de hacinamiento que facilitaron su contagio de viruelas, sin que se tomaran las medidas profilácticas correspondientes. Lo mismo ocurrió en un campo de concentración de prisioneros durante la “Campaña al Desierto”, a pesar de que el conocimiento epidemiológico estaba ya más adelantado y de la existencia de personal médico en la campaña.

Palabras clave: Confinamientos – Indígenas – Viruela – Región Pampeana

Abstract

The way in which epidemics coming from the Old World, including smallpox, affected Native American societies has been widely discussed. It has been said that they were the main cause of native demographic fall, which, if we adjust to the natural history of disease, seems to excuse European invaders. If the colonizers’ policies are taken into account, however, the panorama changes. Through examples separated by a century, this article studies how the policies of confinement of Pampas Indians in prisons and concentration camps collaborated to decimate the affected population, completing in the survivors the damage caused in the previous military entrances. As a result of the frequent interethnic conflicts in the 1770s and 1780s, indigenous people (especially women and children) imprisoned in military campaigns were locked up in overcrowded conditions that encouraged the spread of smallpox, without prophylactic measures being taken. The same happened in a concentration camp during the “Campaña al Desierto”, although epidemiological knowledge was improving by then, and the fact that the campaign had medical personnel.

Keywords: Confinement – Indians – Smallpox – Pampas

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Introducción

Las enfermedades epidémicas introducidas por los europeos a partir de la conquista afectaron masiva y profundamente a los nativos de toda América, produciendo una crisis demográfica casi sin precedentes que impidió su recuperación hasta los niveles previos a la invasión.

El aislamiento de esas poblaciones con respecto a los habitantes del Viejo Mundo,[1] hizo que enfermedades endémicas y de menor efecto letal del otro lado del océano devinieran epidémicas y altamente destructivas en tierras americanas. Los brotes de viruela, en especial –aunque no únicamente–, diezmaron a los nativos en forma periódica y recurrente.

El debate acerca de las consecuencias de la invasión europea sobre las poblaciones indígenas ha girado en general en torno a los primeros momentos del contacto; se discute entonces si la caída demográfica se debió principalmente a la violencia desplegada por los conquistadores, o a las enfermedades que estos trajeron del viejo continente. La segunda hipótesis parece en principio exculpar a los invasores, en tanto no podían controlar el contagio. Pero si se estudia el desarrollo de las epidemias durante toda la época colonial y el primer siglo republicano, y se incorporan al análisis las políticas imperiales hacia los nativos, el panorama cambia.

Varios autores que estudiaron el fenómeno de la pérdida demográfica consideran que ella fue fruto del efecto combinado de la enfermedad con los conflictos provocados por la colonización europea y sus secuelas, que en algunas regiones incluyeron cautiverio, desplazamiento de poblaciones y destrucción de la infraestructura económica nativa [Johanson 1982; Larsen 1994; Kelton 2007; Jones 2015; Jones et al. 2015 y Livi-Bacci 2006].

Aunque se aceptara que la corona española no tuvo intención de exterminar a los nativos,[2] y aun cuando admitiéramos que quisiera protegerlos mediante la promulgación de una amplia legislación, lo cierto es que muchas de las políticas llevadas adelante por sus agentes facilitaron la difusión de las enfermedades introducidas, creando una relación sinérgica y potenciando sus efectos devastadores.

La más notoria fue el programa de agrupar a las poblaciones en pueblos, aldeas, misiones y reducciones. A menudo, esta práctica alteró profundamente los patrones tradicionales de asentamiento y de subsistencia indígenas, volviéndolos más vulnerables a la enfermedad, en tanto se concentraba en espacios reducidos a personas bajo stress alimentario y social. La vida en misiones ilustra el resultado de tales políticas:

La experiencia más común entre los indios de las misiones de frontera era la muerte prematura. La mayoría de las personas que iban a vivir allí sucumbían más rápidamente que en otras circunstancias –a veces en unos pocos meses–, como resultado directo de haber entrado en íntima asociación con europeos, sus microorganismos mórbidos, y su régimen “civilizador” [Sweet, 1995: 11][3]

El contacto con los microbios combinado con las condiciones en las que los neófitos vivían (sumados a una mala alimentación), hacía que la población se viera afectada recurrentemente por epidemias deletéreas. Desde el punto de vista demográfico, entonces, las misiones fueron deficitarias: su tamaño sólo podía incrementarse, o simplemente mantenerse, mediante la incorporación constante de nuevo personal proveniente de comunidades independientes [Sweet, 1995].[4]

Las estrategias de concentración, agregadas a aquellas tendientes a extraer tributo y fuerza de trabajo en un contexto de franca caída demográfica y a suprimir las creencias locales, no contribuían precisamente al bienestar de los nativos, más allá de cuáles fuesen las intenciones de quienes las planificaban.[5]

En el Río de la Plata –lejano borde meridional del imperio español– esa situación también se verificó, desde luego que ajustada a las características propias del lugar. Las sociedades nativas regionales permanecieron durante siglos fuera del control colonial, estableciéndose una amplia frontera con conexiones cada vez más frecuentes; hacia fines del siglo XVIII, Buenos Aires, flamante capital del virreinato rioplatense, incrementó su importancia como centro principal de las negociaciones diplomáticas y del comercio interétnico con los indios de las pampas y Nordpatagonia, y también como el centro desde donde partían las campañas militares hacia territorio indígena. Los cautivos obtenidos en esas expediciones eran llevados a la ciudad como prisioneros.

A la vez, Buenos Aires exhibía en esos tiempos una cierta prosperidad creciente, basada principalmente en la exportación de metales preciosos y cueros y la importación de esclavos africanos. Este ingreso de piezas humanas, una de las vías primordiales de entrada del virus variólico,[6] generó brotes epidémicos cada vez más frecuentes que desde la capital se expandían hacia el resto del virreinato, pero también más allá de la frontera ingresando a los territorios indígenas. Esa condición de ciudad portuaria y comercial y de centro político regional la convirtió en un grave riesgo sanitario y epidemiológico.

A partir de los frecuentes conflictos interétnicos de las décadas de 1770 y 1780, los indígenas (especialmente mujeres y niños) aprisionados en las campañas militares fueron encerrados en condiciones que facilitaron su contagio de viruelas. Por lo que se sabe y tal como anticipáramos en una de las notas previas, los españoles no usaron la enfermedad deliberadamente para matar, pero sí desarrollaron políticas que, aunque no tuvieran ese objetivo, lograban facilitar la difusión del virus: confinamiento –mantener gente presa en Buenos Aires equivalía a exponerlos a un alto riesgo epidemiológico –, hacinamiento, y falta de medidas preventivas antes y durante los brotes epidémicos generaron niveles importantes de morbilidad y de mortalidad en la población cautiva.

A continuación, presentaremos dos estudios de caso entre 1780 y 1789, que se caracterizan porque si bien pudiera objetarse que no involucraron grandes pérdidas de vidas en términos absolutos, muestran un resultado muy negativo si se los considera en proporción a la reducida escala demográfica de las sociedades nativas en cuestión, y en combinación con las previas muertes de los familiares del grupo en “combates” que a menudo fueron masacres [Jiménez, Alioto y Villar 2017; Jiménez y Alioto 2017].

El objetivo de impedir la fuga de los prisioneros utilizando la menor cantidad posible de guardianes primó por sobre la prevención sanitaria y la seguridad. En algunas oportunidades, las autoridades coloniales concentraron y aislaron a los enfermos junto con personas sanas, agravando con ello el natural riesgo de contagio e incrementando más aún la morbilidad variólica. Por otra parte, los agentes microbianos encontraron en los sujetos encerrados huéspedes propicios debido a su mala alimentación y a su situación de stress. Las consecuencias negativas de estas políticas se agravaban cuando los responsables de las instituciones respectivas cumplían negligentemente sus funciones.

En los casos a examinar, se vieron afectadas mujeres y niños nativos recluidos en la Casa de Recogidas de Buenos Aires a raíz de los intensos conflictos que involucraron a sus grupos, durante la década de 1780. Se explorará en detalle el procedimiento que debieron seguir los administradores coloniales, en cumplimiento de dos Reales Órdenes emitidas al respecto en 1785 y 1788 y de las prescripciones del manual médico en el que se basaban, distribuido profusamente por la corona en sus colonias americanas en un intento de normalizar las prácticas médicas. En estos eventos enfermó y murió una proporción importante de la población internada, según dan cuenta detallada los registros documentales del recogimiento, a los que se suman otras fuentes vinculadas a la administración política y militar fronteriza que permiten recuperar las circunstancias de contexto.

Veremos luego que un siglo después, durante las campañas militares que pusieron fin a la autonomía indígena, las conductas negligentes respecto de los prisioneros indígenas se repitieron, a pesar de que se contaba con personal médico especializado. En parte porque el camino a seguir fue decidido por los comandantes militares antes que, por los facultativos, las medidas precautorias no se tomaron a tiempo, dando oportunidad al virus de expandirse entre los cautivos, cuya situación de concentración colaboró a difundirla a gran velocidad.

Epidemias y políticas sanitarias coloniales

Sabemos que los propios indígenas encontraban una vinculación estrecha entre vida urbana, concentración poblacional, sedentarismo y enfermedades infecciosas, como lo revela la argumentación del cacique pampa Ignacio Muturo ante el padre jesuita Lucas Cavallero, que pretendía establecerlos en misión:

Pues lo que nos da cuidado es que lo mismo es poblarse los pampas que venir la peste y acabarnos. ¿Tú no tienes noticia de lo que nos sucedió en Areco? Pues, apenas se juntaron aquí con su corregidor más trescientos pampas cuando luego los acabó la peste Igual es lo que sucedio a los demás pueblos que todos se acaban y consumen. Pues, ¿qué nos puede suceder a nosotros sino lo mismo? lo mismo es poblarse los pampas que venir la peste y acabarnos [Page 2007: 440-441].

Esta razón los persuadía de la inconveniencia de ese modo de vida como regla para su propio establecimiento.

Dado que Buenos Aires fue un centro de concentración de indígenas aprisionados en las campañas militares, los sobrevivientes de las entradas españolas, además de sufrir la desarticulación de sus familias, quedaron expuestos a un riesgo alto desde el punto de vista epidemiológico, verificándose también allí el vaticinio de Muturo, según veremos enseguida.

a) La epidemia de 1780

En abril de 1780 el encargado de la Guardia de Chascomús envió preso a Buenos Aires a un indio acusado de complicidad con recientes incursores fronterizos.

A los pocos días, las autoridades virreinales reclamaron que se enviara también a la capital a la mujer e hijos del preso, que habían quedado en la guardia. El comandante respondió que tres niños habían enfermado y muerto: “en el mez de Mayo los conduje a ésa Ciudad y al instante de aver llegado enfermaron de las bribuelas de cuya enfermedad han muerto dos hijos y el otro murio aqui antes de llevarla”; en cuanto a la madre, “dicha china esta todabia enferma y siempre de q.e no muera tengo de pedirla a S.E. por q.e tiene tratado de casarse con un Esclavo mio despues q.e se haga Christiana”.[7]

En suma, toda la familia enfermó entre abril y mayo de 1780. Pero no fueron los únicos: los libros de defunciones de las parroquias de Buenos Aires muestran que otras 16 personas fallecieron entre marzo y julio de ese año (ver Tabla 1). En los asientos de difuntos, si bien no aparece mencionada la causa de la defunción (no era obligatorio consignarla, ni tampoco la edad de las personas), se anota, en cambio, el nombre y apellido de los padres en el caso de los párvulos.[8] Gracias a ello, llegamos a saber que Mariano, integrante de la lista, fue uno de los hijos de la china aludida por Escribano (llamada María) y abatida por la viruela, circunstancia que refuerza la probabilidad de que la concentración de decesos en esos meses se deba a un brote que no ha sido explícitamente registrado.[9]

Tabla 1. Prisioneras indias muertas en la epidemia de 1780 en Buenos Aires[10]
Nombre Fecha Edad Condición Apropiador Derechos
Petrona 28-marzo s/d India soltera Criada en casa de Miguel Barrionuevo. 2 pesos
María Catalina 17-abril s/d Adulta Yndia pampa cristiana en poder de Miguel Lopez Limosna
María Antonia 11-mayo s/d Párvula Yndia Pampa criada en casa de Pascual Castro Limosna
Mariano 13-mayo s/d Párvulo Hijo de María india Auca Limosna
Juana 1-junio s/d s/d Yndia Pampa Limosna
Agutina 3-junio s/d s/d Yndia Pampa Limosna
Santiago 4-junio s/d Párvulo De casa de Ramón Rodríguez 2 pesos
Maria 19-junio s/d Párvula Nación Aucá, criada en casa de Mª Josefa Santellan 2 pesos
Gernonimo 26-junio s/d Párvulo Indio pampa educado por Andrés Billelche 2 pesos
Petrona 26-junio s/d Adulta Yndia soltera en poder de Roque Jacinto Barbosa 2 pesos
Josefa 28-junio s/d Soltera Yndia pampa criada en lo de Pedro Callejas Limosna
Josefa 5-julio s/d Párvula Hija de Petrona Yndia Pampa 2 pesos
Margarita 8-julio 9 años s/d Yndia pampa criada en casa de Josefa Olivares Limosna
Francisca Rita 14-julio 12 Soltera Yndia pampa Limosna
Agustín 16-julio s/d Soltero Yndio Pampa criado en casa de José Barragan 2 pesos
Rosa 31-julio s/d s/d Yndia Pampa criada en casa de Josefa Olivares Limosna
b) La epidemia de 1789

Un año antes de este evento epidémico, el 22 de julio de 1788, la Casa de Residencia albergaba a unos 43 prisioneros nativos –33 mujeres y 10 varones.[11] En documentación de fecha posterior a esa no aparecen nuevos ingresos, y sí se mencionan algunas muertes, por lo que el número real de prisioneros a mediados de 1789 debía rondar las cuatro decenas. Tenemos conocimiento del brote de viruelas, porque el director informaba regularmente al virrey de los decesos ocurridos en oficios breves que consignaban el nombre del difunto, su edad y su origen; esa información permite conocer la duración del problema, y a qué sector de la población recogida afectó mayormente. La primera muerte adjudicada a la enfermedad es del 15 de junio de 1789 y la última, del 2 de agosto siguiente– y fallecieron trece personas, es decir, más de un cuarto del total de nativos recluidos (ver Tabla 2). La mayor parte de los muertos eran menores o adolescentes (un 60%);[12] el resto se divide entre jóvenes (dos) y ancianas (dos).

Tabla 2. Indígenas prisioneros muertos en la epidemia de 1789[13]
Fecha Nombre Edad Cristiano/a Procedencia
15-VI-1789 María del Carmen Sin mención de edad Remitida de Patagones con otras tres. Ingresaron a la Residencia en 1788
30-VI-1789 Francisca Navarro Sin mención de edad Remitida de Patagones con otras tres. Ingresaron a la Residencia en 1788
03-VII-1789 Antonia 11 años Fue capturada durante la entrada general de 1784.
05-VII-1789 Teresa 9 años Remitida de Patagones con otras tres. Ingresaron a la Residencia en 1788.
07-VII-1789 Dominga Martínez Sin mención de edad Sin datos
09-VII-1789 Juan José 12 años Fue capturado durante la entrada general de 1784.
11-VII-1789 Dominga de los Ángeles 6 años Fue capturada durante la entrada general de 1784.
11-VII-1789 Isabel 11 años Fue capturada durante la entrada general de 1784.
20-VII-1789 Manuel 18 años Fue capturado durante la entrada general de 1784.
23-VII-1789 Bernabé 6 años Fue capturado durante la entrada general de 1784.
28-VII-1789 Francisca Xaviera Anciana Fue capturada durante la entrada general de 1784.
28-VII-1789 María Mercedes Muy anciana Fue capturada durante la entrada general de 1784.
02-VIII-1789 Juan 18 a 20 años Fue capturado durante la entrada general de 1784.

De estas trece víctimas, nueve eran ranqueles del País de los Médanos o Leu Mapu[14] capturadas en una campaña realizada en 1784 por Francisco Balcarce; según un listado realizado en la Casa en 1788, había 11 mujeres y un número no determinado de varones ingresados luego de esa entrada. Sabemos por los informes de la campaña que Balcarce atacó un asentamiento en las Salinas de Santa Isabel, “…en quio encuentro quedaron muertos 93 Ynfieles, y pricioneros 86 mugeres, y niños de ambos sexos con q.e ha regresado”,[15] y que esos toldos fueron los del cacique Catruen.[16] Las lagunas existentes en la documentación de la Casa de Recogimiento nos impiden saber con claridad qué ocurrió con este conjunto de 86 prisioneros; es probable que un número importante de ellos fuera rescatado por sus familiares durante los intercambios de cautivos que se llevaron a cabo en 1786, 1787 y 1788 en Salinas Grandes y Buenos Aires.[17] Sí nos consta que el 21 de abril de 1785 el director de la Casa de Recogidas le informaba al Virrey haber entregado al Sargento Chinchón “once Yndias por orden de V.E. todas pertenecientes à la partida q.e se cogio en la Entrada Grâl.”.[18] Unos meses después, en julio de 1785, quedaban en la Residencia 11 mujeres y 10 niños,[19] de los cuales 9 mujeres y 2 niños murieron en la epidemia de 1789.

El impacto de este ataque sobre la población ranquel puede ser evaluado considerando información proveniente de una década antes. En noviembre de 1774, se calculaba que los varones ranqueles en condiciones de tomar las armas sumaban entre 300 y 400.[20] Quiere decir que, en una única embestida, el grupo perdió un número de combatientes (93) equivalente a aproximadamente una cuarta parte de los estimados en aquella oportunidad. Pero además su demografía resultó doblemente afectada por la captura de 86 personas que representaban la pérdida de un porcentaje importante de las mujeres en edad fértil y de un conjunto de miembros jóvenes [Jiménez y Alioto 2017]. Para colmo de males, cualquier recuperación posterior debió verse demorada por un brote de viruela surgido en las tolderías, a raíz del contagio desencadenado por una partida comercial que se había infectado en Buenos Aires durante el invierno de 1789 [Jiménez y Alioto 2013].

Las consecuencias letales de una epidemia como esa de 1789 se constatan asimismo en el caso de otro pequeño número de prisioneras nativas. En julio de 1788, el virrey Loreto encomendó al capellán de la Casa de Recogimiento que se hiciera cargo de cuatro indias remitidas desde el fuerte de Carmen de Río Negro, que debían permanecer allí “… con buen trato, y seguridad”.[21] Pero las autoridades de la Residencia separaron y dieron tratamiento preferencial únicamente a María de la Concepción, una muchacha “de bellas facciones”, quien manifestó deseos de ser cristiana y de no querer retornar a tierras indígenas. Las otras tres que continuaron presas en la Casa murieron en un corto lapso durante el brote del año siguiente. Si tomáramos ese pequeño núcleo como universo, resulta que la letalidad variólica osciló entre el 75 y el 100 por ciento (dependiendo de si se incluye o no a María de la Concepción).

Aunque ese dato resulta fundamental, el sufrimiento de los afectados no se mide sólo por la pérdida de vidas. También es traumática la experiencia de los sobrevivientes y de los desahuciados, rodeados por personas contagiadas que mueren una a una, mientras se carece de la más mínima posibilidad de hacer algo para evitarlo. No obstante, y como veremos a continuación, los funcionarios pudieron y debieron haber hecho algo para evitar semejantes resultados.

c) Distintos comportamientos con relación al tratamiento de la enfermedad

Aunque la ciudad de Buenos Aires estaba irremisiblemente expuesta al riesgo de una infección variólica debido principalmente a la habitualidad del comercio esclavista, una aplicación más rigurosa de las medidas sanitarias impulsadas por la corona podría haber moderado las consecuencias de un brote.

Las políticas de cuarentena y aislamiento habían sido recomendadas por Real Orden del 15 de abril de 1785. Y junto con ella, el ministro de Indias José de Gálvez envió a las colonias un folleto con instrucciones acerca de cómo proceder durante una epidemia de viruelas. En realidad, el folleto era un libro escrito por el médico Francisco Gil, quien proponía mantener un sistema de lazaretos donde los enfermos fueran atendidos por personas que hubiesen padecido la enfermedad y que por lo tanto estuvieran inmunizadas. Insistía en recomendar el aislamiento a toda costa de los enfermos y la reducción al mínimo de su contacto con los facultativos, así como otras varias medidas profilácticas [Gil 1784: 57-66].[22]

El Despacho Universal de Indias, además de financiar esa primera edición, se encargó de distribuirla por todas las dependencias coloniales: entre mayo y septiembre de 1785 se enviaron en total 3.500 ejemplares, en tres tandas, acompañando la Real Orden mencionada.[23] El virrey de Buenos Aires recibió ciento cincuenta para distribuir, el primero de septiembre de 1785.[24]

La manera de proceder estaba claramente establecida en el texto de la disposición del rey:

...dispondrá V. que luego que se manifieste la invasión de Viruelas en algún Pueblo de su jurisdicción se transporte el primer Virolento, y los que le sucedieren en esta enfermedad, á la Ermita, ó Casa de Campo que V. hubiese destinado, ó mandado hacer á la distancia competente de la Poblacion, y en parage saludable, pero situado de suerte que los Ayres, que regularmente corran en la comarca no pueda comunicar el contagio a los Pueblos, ni Haciendas inmediatas; bien que según el dictamen general de los Profesores, y las experiencias que se han repetido, esta enfermedad pestilentes solo se propaga por el contagio con los enfermos, ó cosas que le sirven.[25]

Pese a que el virrey Loreto conocía el decreto, contaba desde 1785 con un número suficiente de ejemplares de la Disertación de Gil, y continuaba en el cargo en ocasión de la epidemia de 1789, ni él, ni los encargados de la Casa de Residencia hicieron caso alguno de sus prescripciones. Según la correspondencia que mantuvieron entre sí, los últimos no tomaron ninguna de las medidas de aislamiento, y el alto funcionario no demostró preocupación por asegurarse que se adoptaran y cumplieran.[26] Su única inquietud se redujo a averiguar si una de las difuntas había muerto bautizada: “Por el Oficio de Vm de ayèr quedo enterado de havèr fallecido de viruelas la Yndiecita Antonia, una de las remitidas por el Comand.te de Front.a D.n Fran.co Valcarce: y en su conseq.a prevengo à Vm aclare si murio cristiana ò Ynfiel”.[27]

La respuesta no tardó en llegar: Antonia había sido bautizada antes de morir, y de todos los nativos recluidos en la Casa, sólo dos pupilas permanecían fieles a sus creencias:

El Director de la Casa de Recogidas de esta Capital en virtud de lo que V.E. le previene aclare si la Yndiesita Antonia que acaba de fallecer estos dias de Virguelas, si murio Cristiana ò Ynfiel, dice que excepto dos Yndias antiguas, no tiene V.E. en todas las que hay en dha casa ninguna q.e no sea Cristiana, y las mas de ellas se confiesan y aun comulgan. Muchas es cierto q.e han habido que se han resistido à recivir el S.to Bautismo, pero quando se han visto enfermas gravemente, han pedido el agua del S.to Bautismo, y han muerto cristianas. No dudo, que el noble y piadoso Corazon de V.E. tan celoso por el bien de las Almas se llene de complasencia, y mucho mas quando V.E. es el instrum.to para q.e ellas hayan logravo recivir el S.to Baut.mo.[28]

Esta preocupación por las almas, y el paralelo descuido por los cuerpos evidenciado en el incumplimiento de las normas de profilaxis promovidas por la corona, recién se modificaría en 1793.[29] Fue necesario que durante ese año una epidemia variólica de mayor poder letal que las anteriores provocara la muerte de la mitad de la población infantil porteña (unos 2.500 niños)[30] para que se optara por aislar a los enfermos, y aun así no muy rigurosamente.

Contra lo que pudiera suponerse, la actitud de los nativos contrastaba nítidamente con esa irresponsable negligencia administrativa. Ellos comprendían bien la necesidad de apartar a los enfermos, poniéndolos en cuarentena y cuando sobrevenía la peste, separaban a los infectados sin vacilar, proveyéndoles techo, alimentos y bebidas, y ocupándose de controlar su evolución:

Conocen que la viruela es contagiosa y así lo mismo es asomar entre ellos que dejan al paciente solo, se muda el toldo lejos y cada tres dias vienen algunos á ver los enfermos por varlovento[31], les dejan comida y bebida y prosiguen haciendo lo mismo con todos hasta que sanen ó mueran que es lo común.[32]

El tratamiento, al mismo tiempo que disminuía la propalación del mal al impedir el contagio,[33] aumentaba las posibilidades de supervivencia de los enfermos, que por encontrarse regularmente asistidos tenían mayores posibilidades de sobrevida[34] –aunque debieran soportar la enfermedad en soledad. Pero claro está que, en contrapartida, si la viruela infectaba simultáneamente a la mayoría de los miembros de un grupo, aumentaría su letalidad debido precisamente a la escasez de personas que pudiesen brindar alimento, agua y abrigo a los enfermos.

No obstante la sensatez de separar a las personas sanas de los varicosos y su eficacia en términos sanitarios, esa práctica fue a menudo confundida con un abandono inhumano. Cien años después de la época que estamos considerando, el cirujano militar Luis Orlandini, cumpliendo funciones en la brigada al mando del coronel Racedo que invadió el territorio ranquel en la pampa central como parte integrante de las campañas de Roca, confirmaba la vigencia de ese procedimiento entre los indios, pero la atribuía al miedo, la ignorancia y la brutalidad:

Los indios tienen a esta enfermedad un miedo espantoso, a los primeros casos se alborota una tribu, la madre abandona a sus hijos y éstos a sus padres en casos de enfermedad: el miedo puede en todos ellos más que el amor filial; se le abandona al enfermo de una manera miserable, dejándolo solamente entregado a la providencia, limitando los cuidados sólo a una vasija con agua, algo con qué taparse y el abrigo que pudiera prestarle algún monte en caso de existir o sino el desierto mismo le sirve de habitación.[35]

Una prueba indirecta de que los españoles advirtieron, aunque tardíamente, el error de su política de hacinamiento se encuentra en lo sucedido algunos años después con los indios charrúas y minuanes que resultaron prisioneros en las campañas militares dirigidas contra ellos en 1801. En esa ocasión, los reclusos (sobre todo mujeres y niños) también fueron trasladados la Casa de Residencia de Buenos Aires, pero al contrario de lo que ocurrió con los pampas en 1788, enseguida fueron repartidos entre distintas familias de la capital.

En efecto, desde el 10 al 14 de julio de 1801, Bernabé Ruiz, alférez encargado de la Residencia, entregó en custodia a veinte vecinos de la ciudad[36] unas 65 mujeres y niños charrúas y minuanes que integraban un contingente de prisioneros recientemente capturados en la Banda Oriental en junio de ese mismo año durante tres enfrentamientos sostenidos por el capitán de Blandengues José Pacheco.[37] Este fue el cuarto conjunto de charrúas y minuanes trasladado a Buenos Aires entre 1798 y 1801: en ese lapso los prisioneros desnaturalizados sumaron unos 156 individuos, en su mayoría mujeres y niños pequeños,[38] quienes en todas las ocasiones fueron rápidamente entregados a familias avecindadas para que se hicieran cargo de ellos. Esta práctica contrasta con el caso de las prisioneras pampas en la década de 1780, quienes debieron soportar un periodo de reclusión en la Residencia durante el cual se les enseñaban los rudimentos de la fe católica, se las bautizaba y se les enseñaba castellano, antes de ser finalmente repartidas y dadas en custodia en casas decentes para que continuaran su educación a cambio de su servicio doméstico [Aguirre 2006 y Salerno 2014].

Este cambio de política fue atribuido por Miguel Lastarria al marques de Avilés,[39] pero en realidad había ocurrido durante la administración de su antecesor, Antonio Olaguer Feliú. ¿Cuál fue el motivo de la modificación? La respuesta se encuentra en un oficio del Fiscal Protector de Naturales al virrey, en el que se sugiere el reparto directo, debido a las posibilidades de contagiarse de viruelas si las nativas eran mantenidas juntas en la Casa de Residencia:

El Then.te de Blandengues D.n Jorge Pacheco me remitio desde el Puert--o de S.n Josef ocho chinas Minuanas con cinco Parvulos p.a q.e las pusiera en seguro desposito á disposición de V.E. En Su consq.a las he hecho trasladar ala Reclusion dela Residencia y lo aviso a  V.E. esperando se sirva prevenirme si gusta de que se den à Personas de buenas costumbres y suficientes posibles que las solicitan, asi para facilitar su civilidad, instrucc.n y educacion cristiana como p.a libertarlas de la peste de virhuelas q.e se ha propagado entre las de su clase en aq.lla casa con muerte de muchas de ellas. Buenos Ayres, 5 de oct.bre de 1797.[40]

Esta mudanza reconoció los riesgos de mantener juntas en un solo lugar a personas que eran vulnerables a la enfermedad, aunque muy tardíamente en comparación con la temprana asociación que los nativos advirtieron entre epidemia y concentración poblacional.[41]

Viruela y concentración durante la Campaña al Desierto

Un siglo después de los casos que analizamos antes, el ya conformado estado nacional argentino decidió apropiarse definitivamente de los territorios pampeano-patagónicos que estaban fuera de su control, más allá de la “frontera sur”. Durante la década de 1870 se sucedieron varias expediciones militares que culminaron a fines del decenio en una gran ofensiva a cargo de varias columnas, que aseguró la dispersión de los grupos indios, la muerte de combatientes y la toma de prisioneros entre los sobrevivientes.

En ese contexto, la descuidada concentración de cautivos volvió a causar daños en la población nativa, como lo demuestran los sucesos ocurridos durante el avance de la Tercera División Expedicionaria que se internó en territorio ranquel bajo el comando de Eduardo Racedo. Pese a que la expedición contaba con personal médico, las decisiones respecto de las condiciones sanitarias de los cautivos no fueron tomadas por los médicos, sino por el oficial superior a cargo.

En los partes de Racedo, la primera mención a la enfermedad es del 10 de mayo de 1879:

A la una y media de la tarde, llegamos a Leuvú-Carreta, y acampamos allí después de andar cinco leguas. Un rato después, el comandante Meana acompañado de varios oficiales llegó a nuestro campamento y me dio cuenta que uno de los prisioneros estaba enfermo de viruela. Con esta noticia me puse en cuidado, pues temí que este horrible flagelo se desarrollara en la División.[42]

Se advierte que el temor de Racedo no era por los cautivos que conducía, sino por una eventual propagación entre su propia tropa; sin embargo y pese a ello, no tomó ninguna medida profiláctica hasta el día 17 de marzo, cuando ya se habían enfermado varios nativos. En ese momento, ordenó la vacunación de los indios, siempre con el objetivo de que no se contagiasen los soldados:

En la División no se desarrollaba aun la viruela, que tan alarmados nos tenía, después de los primeros casos que ocurrieron. A todos los indios prisioneros se les izo inocular la vacuna, a fin de evitar la propagación de tan funesta enfermedad, que podía muy bien diezmar las fuerzas.[43]

Recién el 22 de mayo, doce días después de la aparición del brote, se construyó el primer lazareto para aislar a las víctimas:[44]

Los temores que de tiempo atrás abrigábamos respecto al desarrollo de la viruela estaban ya realizados. Varios casos de este horrible flagelo tuvieron lugar en la fecha. Mandé trabajar sin pérdida de tiempo, un ramadón de grandes dimensiones, y retirado 15 cuadras del campamento: lo destiné para lazareto, al cual debían trasladarse todos los atacados de viruela. En las circunstancias que atravesábamos no podían tomarse otras medidas preventivas. Las fuerzas tenían que estar reunidas y por consiguiente lo solo que podía hacerse para evitar en algo el contagio era aislarla, en lo posible de los atacados… Hasta ese momento la enfermedad sólo se cebaba en los desgraciados indios, que encontraba mejor preparados por su falta de higiene; pero eso no alejaba nuestros temores ni podía librarnos de la compasión que nos causaban aquellos infelices.[45]

Meses después, cuando ya la enfermedad parecía algo inmanejable, Racedo solicitó a sus oficiales médicos – Dupon y Orlandini – la presentación de informes sobre el mejor modo de lidiar con la enfermedad. Ante el requerimiento, los doctores produjeron un acta en conjunto, y además cada uno de ellos elaboró un informe individual. Lo curioso es que, en estos últimos, sus autores no mencionan el lapso de doce días transcurrido antes de que se tomaran medidas, pese a que en el acta recomendaban la vacunación y la re-vacunación como medidas indispensables.[46]

El doctor Dupon señala que la enfermedad estaba entre los nativos y que recién el 28 de mayo apareció en un grupo de prisioneros tomados a Baigorrita:

El 28 de mayo, al tomar prisioneros los indios y chusma pertenecientes al cacique Baigorrita, encontramos varios enfermos de viruela, uno, en el período de disecación, otros en el de erupción. El señor teniente coronel D. R. Roca adoptó la medida de llevarlos a retaguardia y distantes de la columna; a fin de evitar que se desarrollase más la epidemia entre los prisioneros, así como entre las fuerzas nacionales. Pero, como varios estaban en el periodo de incubación 27 más se enfermaron de viruela, dando así un total de 34 virulentos. A fin de evitar la mortandad y obedeciendo a la práctica que aconseja inocular el virus de la viruela para transformar la viruela confluente en viruela discreta, o para producir la varioloide, inoculó a un cierto número de prisioneros el virus virulento. Tuvieron en efecto, la varioloide o una viruela muy benigna.[47]

La memoria de Orlandini no es tan precisa al respecto, pero afirma que la enfermedad apareció en forma epidémica en mayo de ese año,[48] y sin comprometerse con las fechas asegura que las medidas tomadas por Racedo fueron acertadas desde el primer momento:

Desde los primeros casos que se presentaron V.S. tomó las medidas necesarias y más acertadas, siendo sin duda de ellas, el aislamiento absoluto de los virolentos, mandando que se observasen escrupulosamente los preceptos higiénicos que en tal caso se requieren. A pesar de todo esto, el número de enfermos aumento día a día y fue de imperiosa necesidad la improvisación de un lazareto lejos del campamento y en un paraje adecuado y libre.[49]

De este modo, el lapso de diez días que los responsables militares le dieron a la enfermedad para actuar entre los prisioneros no quedó registrado en los informes médicos. El resultado fue que de los 641 ranqueles prisioneros en Pitre-Lauquen, 153 murieron de viruela y otras enfermedades, es decir, cerca del 25% del total (ver Tabla 3).

Tabla 3. Tasa de Mortalidad en la población nativa prisionera en los tres casos presentados[50]
Fecha Prisioneros Muertos de Viruela Porcentaje
1780 5 3 60%
1789 45 13 29%
1879 641 153 24%

La conducta de Racedo y sus superiores no fue excepcional, ni difiere mucho de lo actuado en situaciones equivalentes en la misma época por fuerzas armadas que montaron campos de concentración de prisioneros.[51] En todos los casos, la capacidad logística de los ejércitos no era suficiente como para garantizar un suministro adecuado de alimentos para los presos, por no mencionar la imposibilidad de asegurar un estado sanitario adecuado. Sin embargo, esta imposibilidad no sirve de excusa, pues las autoridades militares debían ser conscientes de sus limitaciones antes de tomar medidas que afectaran a los no-combatientes. En este caso, además, la demora en actuar fue el principal acto de negligencia: las decisiones de inocular y de aislar a los enfermos, que debieron haberse tomado enseguida, se pospusieron hasta que el nivel de contagio fue mucho mayor al inicial.

La actitud de Racedo tampoco fue única en el marco de aquella “Campaña del Desierto”. Si bien se practicó la vacunación de prisioneros, es sabido que muchos murieron de viruela durante, y después de la campaña. Las actas de defunción de la parroquia de Martín García muestran que la epidemia variólica de 1879 provocó gran cantidad de muertes entre los reclusos de la isla [Papazian y Nagy 2010: 81 n. 17]. En el propio campo de concentración de la isla, el cirujano Sabino O’Donnell, tras recibir una partida de 148 indios presos, escribió lo siguiente:

...concluí de vacunar a todos los indios del depósito… Indudablemente venían ya impregnados o contagiados. Al vacunarlos se ha desarrollado entre ellos, llegando hoy el número de virulentos a once, de los que fallecieron dos hoy temprano… El trabajo pesado y laborioso no podrá menos que ser nocivo a muchos de ellos… en la debilidad en que se hallan los más, por su falta de buena alimentación, en las penurias que viven padeciendo; el abatimiento moral… y además las enfermedades que [crecen].[52]

Sabemos además que, a pesar de la cuarentena que se les impuso, los prisioneros indios que fueron repartidos en Buenos Aires entre las familias porteñas pudieron ser los vectores que dieron lugar a una serie de epidemias que afectaron a la ciudad en esos años: “profesionales, vecinos y autoridades vinculaban [las epidemias] a la introducción de indígenas sin vacunación y susceptibles a viruela confluente, aunque también podía deberse a un aumento demográfico en las áreas urbanas más desfavorecidas” [Di Liscia 2011, 417]. [53]

Conclusiones

Los indígenas de la región pampeana (y del área panaraucana en general) sentían un fuerte rechazo por la vida urbana y todo lo que representase concentración poblacional.[54] Según les dictaba su experiencia, la consecuencia directa de esas aglomeraciones era la propagación de enfermedades contagiosas que tenían consecuencias mortales.

Desde ese punto de vista, las políticas de concentración forzada de cautivos indígenas que los hispano-criollos primero y los agentes del estado más tarde llevaron adelante tuvieron ese mismo efecto, puesto que los prisioneros eran depositados en condiciones que facilitaban la ocurrencia de brotes infecciosos.

Dos cuestiones deben subrayarse, a modo de conclusión.

Una, que en los casos estudiados no se siguieron los procedimientos aconsejados por la ciencia médica, ya fuera por negligencia, desinterés, o falta de recursos para hacerlo. Entonces, la mortalidad fue alta y en condiciones que podrían haberse evitado dado el estado del conocimiento y las prescripciones conocidas en las épocas correspondientes.

Finalmente, que las reiteradas defunciones de prisioneros debieran percibirse como parte de una política más general de recurrente afectación de la vida de los nativos. Las personas así expuestas a las enfermedades eran sobrevivientes de expediciones militares que constituyeron masacres, en cuyo transcurso murió una cantidad importante de personas, sin duda elevada en términos proporcionales al tamaño de las poblaciones pampeanas [Jiménez, Alioto y Villar 2017. Cf. también Jiménez, Villar y Alioto 2012 y Alioto y Jiménez 2017]. Además, los cautivos fueron mujeres y niños que garantizaban la continuidad reproductiva de sus grupos de origen, de modo que sus fallecimientos, por el carácter confluyente de todas estas prácticas (masacres, muerte de prisioneros por enfermedades, y reparto entre familias) implicaban una creciente amenaza para aquella.

Citas

* Departamento de Humanidades, Universidad Nacional del Sur (UNS), Argentina. jjimenez@uns.edu.ar.

** Departamento de Humanidades, Universidad Nacional del Sur (UNS). Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina. seba.alioto@gmail.com

[1]Además, para algunos autores como Black [1992], al aislamiento continental debe sumarse una relativa uniformidad genética de los nativos americanos debida al carácter reciente del poblamiento humano originario del Nuevo Mundo; el asunto es aún objeto de debate.

[2] No se ha encontrado evidencia a la fecha de que el imperio español empleara deliberadamente medios de guerra bacteriológica contra los nativos entre los siglos XVI y XVIII. Con relación a los británicos, existe un único caso demostrado de empleo intencional de un virus, realizado en un contexto de excepción: durante la rebelión de Pontiac [1763], cuando una alianza pan-tribal logró destruir siete de los doce fuertes fundados por aquellos, el comandante de Detroit –coronel Henry Bouquet–, al verse asediado y sin perspectivas de recibir refuerzos, distribuyó mantas y pañuelos infectados entre los sitiadores para obligarlos a retirarse [Fenn 2000; Finzsch 2008; Knollenberg 1954; Mann 2009 y Mayor 1995]. Finzsch [2008] sugiere que algo similar ocurrió en 1789 en la bahía de Sydney.

[3] La traducción nos pertenece.

[4] La situación de deterioro a causa de enfermedades introducidas, registrado para las misiones españolas en general, encuentra un ejemplo bien documentado en las californianas instaladas por los franciscanos durante el siglo XVIII [Jackson 1992; Lightfoot 2005: 75-80; Sandos 2004: 111-127; Sweet 1995: 11-17; Thornton 1987: 83-85; Walker & Johnson 1992 y 1994]. La práctica de encerrar a las mujeres célibes durante la noche en edificios separados y superpoblados que recibían el nombre de monjeríos [cf. Voss 2005], aunque destinada en principio a protegerlas y controlar su sexualidad, creaba un escenario ideal para el contagio en ocasión de una epidemia.

[5] Una síntesis de la discusión en Robins 2010.

[6] Las condiciones de la trata favorecían esa difusión. De hecho la viruela era, después de la disentería, la principal causa de mortalidad en los esclavos en tránsito entre África y las plantaciones esclavistas del Nuevo Mundo [Curtin 1968; Kiple 2002: 144; Postma 2004: 245; Rawley & Behrendt 2005: 250]. Para evitar sus efectos, las autoridades metropolitanas y locales desarrollaron durante el siglo XVIII mecanismos de cuarentena que se aplicaban a los embarques de esclavos [Santos & Thomas 2008; Santos et al. 2010]. En la segunda mitad del siglo XVIII, las grandes compañías comerciales fueron reemplazadas por mercaderes que tenían una menor capacidad económica para hacer frente a las pérdidas eventuales producidas durante las cuarentenas. Con el propósito de eludirlas, utilizaron sus influencias locales dentro de la administración colonial, de manera que pudieran concretarse y finiquitarse las ventas antes de que un crecimiento aleatorio del número de muertes perjudicase la rentabilidad del negocio. El resultado de quebrantar las reglas fue que en ocasiones no se impuso el período de cuarentena y se introdujeron contingentes infectados: en 1789, la viruela ingresó al puerto de esa forma [Alden & Miller 1987a: 60]. Además, los traficantes porteños tenían como socios y fuente de abastecimiento a los traficantes portugueses en África o en Brasil [Borucki 2009 y 2010], y es sabido que las condiciones sanitarias en los barcos negreros de esa procedencia eran las peores, pues fueron los últimos en adoptar medidas profilácticas de inoculación y aislamiento [Alden & Miller 1987a y 1987b; Miller 1988: 431; Ribeiro 2008: 147].

[7] Pedro Nicolas Escribano a Joseph de Vertiz, Chascomús, Julio 4 de 1780.AGN IX, 1.4.2., f. 59.

[8] Para este brote epidémico contamos únicamente con estos datos indirectos provenientes de los libros parroquiales, dado que los registros de la Casa de Residencia están incompletos para este año. Existen lagunas en ese corpus documental: la mayor parte de la documentación conservada se encuentra depositada en un solo legajo del Archivo General de la Nación (AGN IX 21.2.5.), que también está incompleto: “Los años de 1774, 1775, 1776, 1781, 1782, 1795, y 1798 no constituyen parte de él. Asimismo habrá años en los cuales un solo documento ha llegado hasta nosotros como: 1773, 1780, 1784, 1791, 1793, y 1794” [De Palma 2009:18]. Aún para los años en que se conservan mayor cantidad de documentos no hay certeza de que estén todos.

[9] Buenos Aires fue azotada por varios brotes epidémicos de viruela y otras enfermedades infecto-contagiosas durante el siglo XVIII; de hecho, tiene el dudoso privilegio de ser la capital continental con el mayor número de brotes en esa centuria: “Buenos Aires led the continent’s mayor cities with the greater number of smallpox epidemics reported during this century. It had nine, in 1700, 1705, 1733, 1734, 1738, 1744, 1770, 1778 and 1792-93” [Hopkins 2002: 220]. Hopkins cuenta nueve, pero seguramente el número fue superior, si tenemos en cuenta que en esa lista no figuran, por ejemplo, los dos episodios estudiados en este trabajo. Estos eventos ocurrieron en el marco de un fuerte crecimiento poblacional: los cálculos a partir del padrón de 1778 hablan de una población que rondaría las 37.000 personas, de las cuales 24.000 vivían en la ciudad y 13.000 en el área rural [Cuesta 2006; cf. una breve discusión sobre las cifras en Wainer 2010]. Según Lyman Johnson, la tasa de mortalidad era comparable a la europea contemporánea, de entre el 21 y el 27 por mil [Johnson 1979], aunque otros estiman 32 por mil, que es la que había también en 1810. Desde luego que la viruela afectaba fuertemente a la población hispano-criolla, especialmente a los niños, con un alto índice de letalidad: en Europa, y se asume que asimismo en Buenos Aires, mataba a más del 80 % de los niños infectados [Cowen 2012].

[10]Para elaborar el cuadro consultamos los libros de defunciones de tres parroquias porteñas: Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, Libro de Defunciones de Gente de Color 1700-1800; Nuestra Señora de la Piedad, Libro de Defunciones 1767-1823; y Nuestra Señora de Montserrat, Libro de Defunciones 1770-1800, en “Argentina, Capital Federal, registros parroquiales, 1737-1977”, Disponibles en: https://familysearch.org/pal (consultado el 8, 9, 10 y 11de noviembre de 2013). Esas son las parroquias que tienen datos disponibles sobre el asunto, faltando únicamente, de las existentes en ese momento, la de San Nicolás de Bari, que no tiene registros de defunciones: cf. http://www.arzbaires.org.ar/inicio/parroquias1886.html. Debe tenerse en cuenta que se trata de un registro fragmentario, no siempre completo y lleno de hiatos, debido a la insuficiencia de los modos de asiento de la época, y sobre todo a las vicisitudes posteriores que implicaron la pérdida de material documental. Acerca de esta documentación, cf. Siegrist 2011.

[11] Razon individual de las Mugeres que actualm.te se hallan en la Casa de Recogidas de esta Capital, incluiendo con separacion las Yndias Pampas è Yndios, que pasa el Director de dha Casa al Excelentisimo Señor Marq.s de Loreto Virrey y Capn Grâl actual. Buenos Aires, 22 julio1788. AGN IX 21.1.5.

[12] Sobre el comportamiento de la enfermedad en el resto de la ciudad existen indicios que apuntan a un patrón análogo. Susan Socolow encontró que en la casa del comerciante peninsular Gaspar de Santa Coloma sólo murieron niños durante el brote: el primero de agosto falleció Gaspar –hijo del propietario–, y un mes después Martina, una huérfana agregada como criada (los certificados respectivos se encuentran en el Libro de Difuntos de la Iglesia de la Merced, ver Socolow 1991: 162 y 189 nota 19).

[13] Fuentes: sucesivos oficios del director de la Casa de Residencia al virrey informándole las muertes de las siguientes personas: India Francisca Navarro, Buenos Aires, 30 junio 1789; India Antonia, Buenos Aires, 3 julio 1789; China Teresa, Buenos Aires, 5 julio 1789; India Cristiana Dominga Martínez, Buenos Aires, 7 julio 1789; Indiecito llamado Juan Joseph, Buenos Aires, 9 julio 1789; Indias Dominga de los Angeles e Isabel, Buenos Aires, 11 julio 1789; Indio Manuel, Buenos Aires, 20 julio 1789; Indio cristiano Bernabé, Buenos Aires, 23 julio 1789; Indias Francisca Xaviera y María Mercedes, Buenos Aires, 28 julio 1789; Indio Juan, Buenos Aires, 2 agosto 1789. Todos los documentos citados se encuentran depositados en AGN IX 21-1-5.

[14] Sobre esta agrupación, ver Villar y Jiménez 2013.

[15] Oficio del Virrey Loreto al Ministro de Indias José de Gálvez, Buenos Aires, 3-VI-1784 AGI ABA 68.

[16] “Quelos Caciques Alcaluan, Cayulquis, Catumillan, y Catruel, estan inmediatos à los Montes dela Laguna de S.ta Ysabel, en cuia inmediaz.n mataron los Españoles à los dela Tolderia del dho Catruel”: Relacion de lo que en virtud de las preguntas hechas de S.E. à un Yndio hà declarado. Buenos Aires, 7-IX-1784 AGI IX 1.7.4, foja 517.

[17] Aun así, la viruela también acechó a los sobrevivientes del ataque de 1784: cuando el cacique Catruen visitó Buenos Aries junto con su mujer, ambos se contagiaron y murieron, y otros de sus acompañantes llevaron la enfermedad de regreso a los toldos; cf. Jiménez y Alioto 2013.

[18] Oficio de Jose Antonio Acosta al Virrey Loreto, 11-IV-1785 AGN IX 2.1.5.

[19] Relacion que manifiesta las Yndias è Yndios Pampas que se hallan existentes de el actual Y.mo Señor Virrey como assi mismo de las que se hallan Bautizadas de unas y otras en la Casa de la Residencia con especificacion de el numero de las antiguas, y delas que han entrado en tiempo es à Saver. Buenos Aires, 15-XII-1785. AGI IX 21.1.5.

[20] Oficio del Comandante del Fuerte del Zanjón, Juan de Mier, al Gobernador de Buenos Aires, Zanjón, 8-XI-1774 AGN IX 1.5.4.

[21] Loreto a Joseph Antonio de Acosta, Buenos Aires, 17 de Julio de 1788. AGN, IX, 21-1-5, s.f.

[22] Debe recordarse que ni entonces ni después hubo tratamiento efectivo que curase la enfermedad provocada por el virus Variola; las acciones entonces debían estar enfocadas a la prevención. Históricamente, las primeras fueron las de aislamiento, la cuarentena y el cordón sanitario, tempranamente surgidas en la Europa medieval. Durante el siglo XVIII los europeos comenzaron a experimentar con formas inducidas de inmunización: primero la inoculación traída de Oriente, y después la vacunación, tras los experimentos de Jenner en Inglaterra: esta última, a pesar de su evidente eficacia, fue avanzando lentamente al compás de la creciente medicalización, hasta erradicar la enfermedad en la década de 1970. En Buenos Aires, Miguel O’Gorman, a cargo del recientemente creado Protomedicato, organizó en 1785 la práctica de la variolización (Veronelli y Veronelli 2004: 87); y en 1803, la corona española envió a las colonias la expedición Balmis llevando la vacuna (Ibidem; cf. Luque 1940-41; Santos y Lalouf 2009; Méndez Elizalde 2011).

[23] Expediente Sobre la remision â Yndias de los Ympresos que tratan el modo de preservar â los Pueblos de Viruelas. Archivo General de Indias [AGI], Indiferente General, 1335.

[24] Cf. el oficio dirigido por el marqués de Loreto al ministro de Indias José de Gálvez, desde Buenos Aires, en esa fecha, AGI, Indiferente General 1335, s/p.

[25] Real Orden, Aranjuez, 15 junio 1785, AGI, Indiferente General, 1335, s/p.

[26] En una ocasión previa, en cambio, se había aislado a un niño enfermo por temor a que contagiara al resto de los residentes: “Assi mismo avisa, que de los Yndios pequeños de el Cacique negro hay uno como de 8 a.s ya Cristiano con Virguelas, el que se ha puesto con q.n lo asista en un quarto à parte à fin de precaver no se contagien los otros” (Oficio del director de la Casa de Recojidas al virrey, Buenos Aires, 17 junio 1785. AGN IX 2.1.5.)

[27] Oficio del virrey marqués de Loreto a Joseph Antonio Acosta, Buenos Aires, 4 julio 1789. AGN IX 21.1.5.

[28] Oficio de Joseph Antonio Acosta al virrey Loreto, Buenos Aires, 6 julio 1789, AGN IX 21.1.5.

[29] En el siglo XIX se replica la conducta de priorizar la salvación de las almas por sobre el cuidado del cuerpo; al respecto, ver Di Liscia 2000.

[30] La epidemia de 1793 hizo que en seis meses muriesen “dos mil y tantas criaturas y no Solam.te en la Capital sino que inficiono la campaña hasta Mendoza arrasando la infancia q.e apenas escaparon la mitad” (Dictamen del Licenciado Joseph Capdevilla, Buenos Aires, 9 enero 1805. En Sobre la arribada á Montev.o de la Fragata merc.te Portugesa el Joaquin con esclavatura consignada á D.n Martin de Alzaga. AGN IX 36.2.3, fojas 211-213vta.).

[31] Es decir, con el viento a favor de los visitantes, para que las miasmas dispersadas por el enfermo no lleguen hasta ellos.

[32] Aguirre 1949 [1793]: 340-341. Sobre las concepciones y tratamientos indígenas de la viruela, centrado en el caso de la frontera de Chile, cf. Jiménez y Alioto 2014.

[33]Que el aislamiento resultaba crucial para cortar el contagio lo demuestra el caso de un cautivo que en 1752, habiéndolo aprisionado los indios a él y a su hijo, apenas vieron que este tenía viruelas los abandonaron a ambos a pie en el medio del campo; caminaron entonces un trecho hasta encontrar otro indígena en la misma situación sanitaria y permanecieron en su toldo; días después, algo mejorado el hijo, escaparon de ese lugar y llegaron a la frontera (Declaración del cautivo Eusebio del Barrio, 11 agosto 1752, en Cabildo de Buenos Aires, Información presentada… sobre la reducción de Pampas a cargo de la Cía. de Jesús, AGI [copias del Museo Etnográfico de Buenos Aires carpeta J. 16], Audiencia de Charcas, 221, fojas 52 vuelta y 53 recta).

[34] Jones 2003: 732-733; Kelton 2004: 64. Esta práctica de exclusión y alejamiento para tratar con la viruela no fue exclusiva de las poblaciones locales. En un estudio reciente sobre la reacción Cherokee frente a la enfermedad, Kelton [2015: 89-96] analiza la forma en que los sanadores nativos habían desarrollado, a mediados del siglo XVIII, un conjunto de medidas tendientes a lidiar eficazmente con ella: a) aislaban a los enfermos mandándolos a los bosques en donde se les enviaba alimentos, leña y medicinas; b) llevaban adelante una ceremonia colectiva tendiente a proteger a sus comunidades de la enfermedad, que duraba siete días y durante la cual la aldea quedaba aislada del mundo exterior; los participantes tenían instrucciones precisas de no abandonar la casa comunal en donde se desarrollaba, sólo podían ir a sus casas a buscar comida, y si por alguna razón abandonaban las aldeas debían viajar de noche y “por el bosque y no por los caminos principales”; los extraños no eran bienvenidos, y c) desaconsejaban viajar hacia lugares donde sabían que la enfermedad estaba activa.

[35] Informe del cirujano Luis Orlandini, Pitre-Lauquen, 1 agosto 1879, en Racedo 1940: 244.

[36] Relación de Chinas distribuidas, Buenos Aires 21-VII-1801, AGN IX 25.1.5.

[37] Parte del capitán de Blandengues José Pacheco al marqués de Aviles, Yacuy, 24-VI-1806 en Acosta y Lara 1989: 196-198.

[38] Cf. Table 5.1. en Erbigh 2015: 249.

[39] “Quando llegó el Marqués de Avilés á Buenos Ayres halló varias mugeres chicas y adultas Charruas y Minuanes depositadas en una Casa de los Exjesuitas, que llaman la residencia; y las fue entregando á las personas pudientes, y de buenas costumbres que quisieron hacerse cargo de mantenerlas, é instruirlas en la vida civil y Christiana; estando á la mira los Parrocos, y los Alcaldes de Varrio” [Lastarria 1914: 273-74].

[40] Exmo S.or Pasqual Ibañez al virrey Olaguer Feliú. Buenos Ayres, 5 de oct.bre de 1797. AGN IX 2.9.2.

[41] Desde luego, no fue esta la única vía por la que los nativos de la región sufrieron el contagio de enfermedades infecciosas. La principal, por el contrario, consistió en los frecuentes contactos vinculados con el comercio: por ejemplo, una vez establecidas las paces en la segunda mitad de la década de 1780, fueron muy numerosas las partidas indígenas que ingresaron a Buenos Aires con fines mercantiles y diplomáticos, convirtiéndose no sólo en potenciales víctimas de las epidemias sino en involuntarios vectores de contagio dentro de sus comunidades de origen. En el caso de la viruela, el período de latencia asintomática coincidía con el tiempo que, por lo común, demandaba el retorno de un viajero a las tolderías, de manera que la presencia de la enfermedad recién era advertida cuando se desencadenaba entre sus habitantes, que carecían de remedio efectivo para curarla: cf. Jiménez y Alioto 2013.

[42] Racedo 1940 [1878]:42.

[43] Racedo 1940 [1878]: 51.

[44] La sabiduría médica de mediados del siglo XIX sostenía que las enfermedades eran de dos tipos, epidémicas o de contagio. Las primeras –tifus, peste bubónica, fiebre amarilla, cólera y malaria– se movían rápidamente y afectaban a grandes cantidades de personas que no habían estado expuestas a la enfermedad. Las segundas se movían más lentamente de un enfermo al siguiente, y podían ser contenidas aislando a las personas (Morris 2007: 32). En la segunda mitad del siglo XIX la vacunación se había establecido firmemente como un mecanismo eficaz de combatir la viruela, al menos entre los profesionales médicos, y sin embargo no había alcanzado un carácter generalizado entre la población. Una vez declarado un brote de viruela el aislamiento del enfermo se consideraba la principal medida a tomar (ver Coni 1878: 7; Penna 1885: 163-180).

[45] Racedo 1940 [1878]: 57

[46] Informe de los doctores Orlandini y Dupon, Pitre-Lauquen, 1 de agosto de 1879. En: Racedo 1940 [1879]:236.

[47] Informe del doctor Dupon, 1 de agosto de 1879. En: Racedo 1940 [1879]: 214.

[48] Memorial del doctor Orlandini, sin mención de fecha ni lugar, en Racedo 1940 [1879]: 244.

[49] Memorial del doctor Orlandini, en Racedo 1940 [1879]: 245.

[50] Fuentes: Caso I: Oficio del Comandante de Chascomus, Pedro Nicolas Escribano al Virrey Veriz, Chascomus, 19-IV-1780. AGN IX 1.4.3. foja 55 y Oficio del Comandante de Chascomus, Pedro Nicolas Escribano al Virrey Vertiz, Chascomus, 4-VII-1780, fojas 59 y 59 vta.; Caso II: Razon individual de las Mugeres que actualm.te se hallan en la Casa de Recogidas de esta Capital, incluiendo con separacion las Yndias Pampas è Yndios, que pasa el Director de dha Casa al Excelentisimo Señor Marq.s de Loreto Virrey y Cap.n Grâl actual. Buenos Aires, 22-VII-1788 AGN IX 21.1.5, Oficio del Virrey Loreto al Director de la Casa de la Residencia, José Antonio Acosta, Buenos Aires, 26-VII-1788. AGN IX 21.1.5.; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 15-VI-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 30-VI-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 3-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 5-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 7-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 9-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 11-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 20-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 23-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 28-VII-1789, AGN IX 25.1.5; Oficio del Director de la Casa de Residencia al Virrey Loreto, Buenos Aires, 2-VIII-1789, AGN IX 25.1.5; Caso III: Estado que demuestra el número de prisioneros tomados por la 3ra División con especificación de: altas y bajas. En: Racedo 1940 [1879]:307.

[51] Ver al respecto lo sucedido con los campesinos cubanos durante la política de reconcentración de Valeriano Weyler en 1896-1897 (Tone 2005:193-224); con el internamiento de los civiles Boers en campos de concentración como parte de la política de tierra arrasada para terminar con las guerrillas propuesta por Herbert H. Kitchener en 1900 (Scholtz 2005:122-124; Hull 2005: 183-187; Totten & Bartorp 2008: 84-85, Van Heyningen, 2009); y con el uso de campos por el ejército alemán durante la revuelta de los Herero de 1904 y años siguientes (Hull 2005: 186-196 y Erichsen 2005).

[52] El cirujano Sabino O’Donnell al 2º Jefe de la Isla cnel. M. Matoso, Archivo General de la Armada, Caja 15280, 26-12-1879, citado en Papazian y Nagy 2010: 85.

[53] Esta autora sostiene que entre los indígenas eran más frecuentes que entre los criollos las versiones más mortíferas de la viruela, llamadas confluente y hemorrágica. Los criollos siguieron sufriendo la enfermedad hasta fines del siglo XIX, pero solían sufrir la variante más benigna, llamada “discreta”: Di Liscia 2000 y 2011.

[54] La vida urbana cambió de manera permanente el modo de vida de las poblaciones que se vieron arrastradas a ella. Desde el punto de vista de quienes la adoptaron, pasó a ser la forma organizativa por excelencia, mientras que la opción de otras gentes por maneras alternativas de agregación fue vista como primitiva, incompleta, indeseable.
En su expansión colonial ultramarina, los europeos encontraron pueblos que aborrecían de la vida urbana y se resistían a adoptarla cuando la posibilidad les era ofrecida – y lo era con frecuencia, puesto que uno de los medios de control colonial más eficaces consistía en su reducción a misiones o a pueblos de indios, que se esperaba facilitasen además su conversión al cristianismo a cargo de los religiosos. La distinción, fuertemente ideológica y en clave de disputa, de civilización versus barbarie implicaba para los colonizadores la legitimación de su propio modo de vida, la denigración de cualquier otra posibilidad diferente, y la palmaria demostración, en suma, de la inferioridad de aquellos que no accedían a reducirse a población, a pesar de las ventajas que se suponía que ello ofrecía. La resistencia de los indios, tomada como irracional por los colonizadores, no lo era tanto, no sólo porque manteniendo la dispersión de los asentamientos evitaban la pérdida de su autonomía; también porque, como comprobaron rápidamente, la concentración poblacional los hacía especialmente vulnerables a las enfermedades epidémicas.

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  Cómo citar ¬

Juan Francisco Jiménez y Sebastián L. Alioto, «Políticas de confinamiento e impacto de la viruela sobre las poblaciones nativas de la región pampeano-nordpatagónica (décadas de 1780 y 1880)», Revista de Estudios Marítimos y Sociales [En línea], publicado el [insert_php] echo get_the_time('j \d\e\ F \d\e\ Y');[/insert_php], consultado el . URL: https://wp.me/P7xjsR-LV
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