Juan Carlos Garavaglia
Un historiador genial, generoso, guapo y compadrón

Me van a ten­er que dis­cul­par mi fal­ta de obje­tivi­dad (tan apre­ci­a­da en nues­tra pro­fe­sión) y la pos­tu­ra autor­ref­er­en­cial de lo que sigue, pero luego de trein­ta años de relación con el queri­do Gara no puede ser de otro modo. Además, ya se harán muchos recorda­to­rios “académi­cos” de su aporte a la his­to­ri­ografía. Cor­ría el año 1985, en la Uni­ver­si­dad Nacional de Mar del Pla­ta se iban real­izan­do los primeros con­cur­sos y algunos ras­tros de lo que fuera la dic­tadu­ra mil­i­tar en la Uni­ver­si­dad iban sien­do reem­plazadas por nuevos docentes que nos traían nuevas reflex­iones y for­mas de abor­da­jes his­to­ri­ográ­fi­cos que se habían segui­do desar­rol­lan­do fuera del país mien­tras aquí se man­tenían en sor­di­na en unos pocos cen­tros semi vis­i­bles y por ini­cia­ti­va de algunos cole­gas que seguían en con­tac­to con el mun­do académi­co de fuera del país.

La his­to­ria de la Améri­ca colo­nial con­sti­tuyó para muchos estu­di­antes un vergel de novedades que nos hizo com­pren­der lo vital del perío­do y las posi­bil­i­dades inmen­sas de for­ma­ción que esa área his­to­ri­ográ­fi­ca pre­senta­ba. Tuvi­mos la suerte de que se intere­sara en nues­tra car­rera de His­to­ria el Dr. Car­los Mayo, quién nos dejara hace unos años, el cual nos pre­senta­ba las dis­cu­siones vigentes en ese momen­to, tan­to para la Améri­ca toda como para el Río de la Pla­ta colo­nial. Den­tro de la bib­li­ografía incluía algunos tex­tos, que iban a con­mover­nos a algunos de los estu­di­antes, de autores luego muy cono­ci­dos (Jorge Gel­man, Samuel Ama­r­al, Zacarías Moutokías, para citar solo algunos) pero que en un futuro se con­ver­tirían en la colum­na ver­te­bral de quienes abrazamos la inves­ti­gación históri­ca, una suerte de arte­sanía como decía Car­los Mayo, cuyos mate­ri­ales se encon­tra­ban fun­da­men­tal­mente pero no úni­ca­mente en el Archi­vo Gen­er­al de la Nación. Entre los tex­tos que may­or impacto nos pro­du­jeron se encon­tra­ban los ya clási­cos El Sis­tema de la Economía Colo­nial: El Mer­ca­do Inte­ri­or, Regiones y Espa­cio Económi­co, (Méx­i­co, Nue­va Ima­gen, 1983) de Car­los Sem­pat Assadouri­an y Mer­ca­do inter­no y economía colo­nial (Méx­i­co, Enlace y Gri­jal­bo, 1983) de Juan Car­los Gar­avaglia. Dos libros de exce­lente his­to­ria argenti­na que a causa de la propia his­to­ria argenti­na habían sido pub­li­ca­dos en el exte­ri­or. Al año sigu­iente se real­iz­a­ban en Tandil las VIII Jor­nadas de His­to­ria Económi­ca que anun­cia­ban entre sus con­cur­rentes a todos los autores men­ciona­dos y esper­an­za­dos en pon­er­le ros­tro a los tex­tos y ver el futuro de la his­to­ri­ografía con­cur­ri­mos algunos estu­di­antes de la car­rera de His­to­ria de la UNMdP.

Recuer­do haberme sen­ta­do en primera fila de una sesión en la cual exponían José Car­los Chiara­monte, Juan Car­los Grosso y Juan Car­los Gar­avaglia. El coor­di­nador era Jorge Gel­man. Jun­to a mí se encon­tra­ba un señor con un audí­fono conec­ta­do a una especie de radio a tran­si­s­tores que me daba curiosi­dad. En un momen­to, Jorge Gel­man redi­rigió una pre­gun­ta efec­tu­a­da a los expos­i­tores hacia ese señor. Era Assadouri­an y yo pegué un salto en la sil­la. Llegó el momen­to de la ponen­cia sobre un mer­ca­do colo­nial de una pequeña ciu­dad de Méx­i­co (Tepea­ca) a car­go de Grosso y Gar­avaglia. El salón comen­zó a llenarse de espec­ta­dores y, Gar­avaglia, en la primera man­i­festación de un modo que vería repe­tirse con los años, nos dirigió a todos en pro­ce­sión hacia un salón más grande. Ante esa ini­cia­ti­va, mi primera impre­sión acer­ca de Juan Car­los, debo recono­cer, no fue de lo más aus­pi­ciosa. Argenti­no, naci­do por casu­al­i­dad en Pas­to, Colom­bia, big­ote a lo Emil­iano Zap­a­ta y expre­sion­is­mo ital­iano, con acen­to porteño fue una per­sona que jamás podría pasar desapercibido por su histri­on­is­mo fasci­nante para algunos e irri­tante para otros.

Pero inmedi­ata­mente lo escuché expon­er, hablar de los “libros del vien­to” y pre­sen­tar resul­ta­dos fun­da­dos en un labo­rioso tra­ba­jo de archi­vo, des­cubrien­do allí cómo quería que fuera mi tra­ba­jo de allí en ade­lante. Ter­mi­namos toman­do mate en un lab­o­ra­to­rio de quími­ca en parte de lo que sería el IEHS. Allí vi con mis ojos como salta­ban chis­pas de las manos de Juan Car­los al inten­tar encen­der un mechero de bun­sen para calen­tar el agua, pro­duc­to de la elec­t­ri­ci­dad estáti­ca de su hiper­ac­tivi­dad. Nos planteó a Mar­i­ana Cane­do y a mí que en algunos vue­los lo oblig­a­ban a sacarse los zap­atos por ese moti­vo y tam­bién el miedo que le tenía a los aviones. El no encon­tra­ba racional­i­dad tan­to en que un mon­struo de met­al más pesa­do que el aire volara ni que podamos trans­portarnos en un mun­do tridi­men­sion­al con un ridícu­lo arte­fac­to bidi­men­sion­al (la bici­cle­ta). Allí, en ese casi pasil­lo del IEHS, des­cubrí la cal­i­dad pro­fe­sion­al de Juan Car­los jun­to a su calidez humana y supre­ma gen­erosi­dad de la que me dio mues­tras a lo largo de tres décadas. Inmedi­ata­mente nos planeamos hac­er nues­tra licen­ciatu­ra en His­to­ria en Tandil, donde el pro­pio Gar­avaglia, Eduar­do Míguez, Zacarías Moutokías, Susana Bianchi y Raúl Man­dri­ni forma­ban parte del cuer­po docente.

Nue­stro primer sem­i­nario (que luego cur­samos cada año como gus­tosa cer­e­mo­nia) fue de his­to­ria rur­al bonaerense. Par­ti­mos de madru­ga­da des­de Mar del Pla­ta en nue­stro Cit­roën 2cv que se resistía en subir las lomas de la ruta 226 y lleg­amos, temerosos, tarde a la primera clase. Lejos de ofus­carse, nos con­tó su expe­ri­en­cia con un vehícu­lo sim­i­lar cuan­do era inter­ven­tor de Mon­toneros en Bahía Blan­ca y via­ja­ba sem­anal­mente des­de Buenos Aires y de paso, su conocimien­to era incon­men­su­rable, nos hizo un rela­to de la his­to­ria del Cit­roën: “un paraguas con cua­tro asien­tos para que una famil­ia tipo france­sa se pudiera ir de vaca­ciones” según dijo, indi­ca­ciones del fab­ri­cante a sus inge­nieros.

Luego nos intro­du­jo en los diez­mos agrar­ios de la cam­paña bonaerense y la dis­cor­dan­cia entre la trib­utación y todo lo que sabíamos de la his­to­ria colo­nial platense: el tri­go como pro­duc­ción más volu­mi­nosa, la pro­duc­ción de cereales como la que may­or com­po­nente de mano de obra con­sumía (según lo prob­a­ba un cen­so de Are­co Arri­ba), lo que se sum­a­ba a la pla­ta como el may­or val­or expor­ta­do (y no el cuero) por el puer­to de Buenos Aires.

Le tocó en suerte a Mar­i­ana que fuera su primer direc­tor de beca de la UNMdP. Yo, con un pen­samien­to más pos­mod­er­no me abo­qué al análi­sis del dis­cur­so de los fun­cionar­ios colo­niales (cabil­do, gob­er­nador y obis­po) en torno al con­cep­to polisémi­co de “indio”. Mi primer direc­tor, inmen­sa­mente respetu­oso de mi elec­ción fue Zacarías Moutokías. Juan Car­los nos intro­du­jo ‑en real­i­dad a Mar­i­ana, yo mira­ba de reo­jo- al uso de la com­puta­do­ra per­son­al y a los sis­temas de gestión de bases de datos (Dbase III) y proce­sadores de tex­to (Word­Per­fect). Me fascin­a­ba ver las posi­bil­i­dades de esas her­ramien­tas e intenta­ba vin­cu­lar mi con­tabil­i­dad de adje­tivos a “indio” a ese instru­men­to con pobres resul­ta­dos. Via­jábamos sem­anal­mente a Tandil con nue­stros diskettes de cin­co pul­gadas a tra­ba­jar en la IBM del IEHS en los momen­tos en que la edi­ción del Anuario del IEHS u otros usuar­ios la deja­ban libres. En oca­siones tra­ba­jábamos toda la noche mien­tras nues­tra hija may­or, Malén, dor­mía en una impro­visa­da cama o apreta­ba el botón rojo de resetea­do cuan­do reclam­a­ba aten­ción de sus padres.

Años más tarde, pro­duc­to de un sem­i­nario con­jun­to dic­ta­do en Tandil por Hernán Otero y Nor­ber­to Álvarez surgió mi fasci­nación por la demografía históri­ca. Zacarías, pro­duc­to de su tes­ti­mo­nio en los juicios a las jun­tas mil­itares tuvo algu­nas señales de per­se­cu­ción y decidió volver a emi­grar. Ese fue mi momen­to para dejar a los indios y ocu­parme de la demografía de la cam­paña de Buenos Aires bajo la ori­entación de Juan Car­los. El Gara en ese sen­ti­do fue con­tun­dente “Lobos o Dolores”. Como Lobos tenía un pasa­do colo­nial opté por el estu­dio de su población en la primera mitad del siglo XIX, lo que fue mi pasión durante todos mis años de becario de la UNMdP y del CONICET. Mis resul­ta­dos no hacían más que rat­i­ficar las ideas de Juan Car­los que fes­te­ja­ba uno a uno mis avances y has­ta fue pro­mo­tor de mi primera pub­li­cación rel­e­vante. Pero un ver­a­no, allá por 1991 nos invitó a su casa en Vil­la Gesell para anun­cia­rnos que se iba a vivir a París. La des­pe­di­da, donde nos cocinó una sucu­len­ta pas­ta, fue lacrimó­ge­na. No sabíamos todos los encuen­tros que nos esper­a­ban en el futuro.

Nos dejó expre­sas direc­ti­vas. Nos dijo que existía algo que se llam­a­ba inter­net y correo elec­tróni­co y que con eso íbamos a estar conec­ta­dos per­ma­nen­te­mente. Fuimos los usuar­ios número 67 de Mar del Pla­ta de este prodi­gio tec­nológi­co y efec­ti­va­mente, dada la difer­en­cia horaria, enviábamos nue­stros pro­gre­sos por la noche y por la mañana teníamos los comen­tar­ios y sug­eren­cias. Tam­poco nos dejó desam­para­dos, Enrique Tán­de­ter, Juan Car­los Grosso, el “Pepe” Moreno y Jorge Gel­man (luego de su estadía en España) fueron nue­stros ori­en­ta­dores y ami­gos. Tam­bién le debo a él mi relación de “her­mano may­or” con Raúl Frad­kin, de quien fui su ayu­dante y com­partí her­mosos momen­tos jun­to a ellos y sus famil­ias en Buenos Aires y en Vil­la Gesell.

Llegó el año 1995. Juan Car­los era ya des­de hace unos años direc­tor de estu­dios de la École des Hautes Études en Sci­ences Sociales en París y en uno de sus via­jes, en el café La Paz, nos comen­tó el proyec­to de lo que fue la Maestría en His­to­ria Lati­noamer­i­cana: Tier­ras, hom­bres y dios­es en un lugar emblemáti­co cer­ca del monas­te­rio de La Rábi­da en Huel­va. Pos­tulé a una beca a la pude acced­er y al enviarme la doc­u­mentación me sor­prendió lo ambi­cioso y apa­sio­n­ante del proyec­to. Su cur­sa­do esta­ba impreg­na­do del espíritu de Juan Car­los a la que se sumó la capaci­dad y osadía de Juan Marchena. El cuer­po docente era soña­do (Nathan Wach­tel, Eric Van Young, Sil­via Rivera Cusi­can­qui, Luis Miguel Glave, Manuel Bur­ga, Tris­tan Platt, Ramón Garrabou, Jorge Gel­man y el pro­pio Gar­avaglia entre otros muchos), los estu­di­antes prove­nientes de difer­entes lugares de Europa y Améri­ca, y el lugar mági­co. El cur­sa­do era inten­si­vo por decir lo menos. Dos sem­i­nar­ios por la mañana, dis­cusión del proyec­to de tesis por la tarde con los pro­fe­sores invi­ta­dos, clases de infor­máti­ca para his­to­ri­adores, dis­cusión por gru­pos de los temas de la mañana y sesión con los docentes de la mañana sobre lo dis­cu­ti­do a la tarde. Cada lunes dos ensayos sobre los sem­i­nar­ios y cada quince días un avance sobre la tesis. Todo ello suma­do a con­vivir docentes y alum­nos en Andalucía y a siete kilómet­ros de la ciu­dad más cer­cana. Juan Car­los man­tenía un rit­mo de tra­ba­jo y la dis­ci­plina de un calvin­ista ateo que en oca­siones caus­a­ba malestar en algunos alum­nos poco acos­tum­bra­dos y con­tro­la­ba has­ta la limpieza luego de alguno de los habit­uales fes­te­jos. Ese momen­to, lo cual lo mues­tra tam­bién en su entre­ga, fue uno de los más dolorosos para Juan Car­los, ya que le tocó vivir el pro­ce­so que cul­minó con la trág­i­ca muerte de Juan Car­los Grosso, el para él “her­mano que no tuve”.

Una vez al año, en oca­siones más, venía a la Argenti­na. Si esta­ba en Buenos Aires uno sabía dónde podía encon­trar­lo: en el cuar­to piso del Archi­vo Gen­er­al de la Nación en batal­la fran­ca con sus condi­ciones de fun­cionamien­to: subi­en­do los expe­di­entes por escalera cuan­do el ascen­sor no fun­ciona­ba, alqui­lan­do una foto­copi­ado­ra cuan­do la pro­vista no fun­ciona­ba, arman­do una mesa para inau­gu­rar la fotografía dig­i­tal… en el AGN quedan ras­tros del Gara por todos los rin­cones y su car­i­catu­ra en una sala lo ates­tigua como uno de los inves­ti­gadores ilus­tres que lo vis­i­taron durante décadas.

Sien­to que como Pedro lo negué, en mi caso, dos veces. La primera cuan­do quise que dirigiera mi tesis de maestría Jorge Gel­man, her­mano de vida de Juan Car­los. Nun­ca me lo dijo, pero sé que lo sin­tió, pero yo me moría de ganas de tra­ba­jar con Jorge. La segun­da, cuan­do planteé mi tesis sobre un tema ale­ja­do un poco de la demografía y la his­to­ria rur­al. Con su mediación con­cur­rí a la Uni­ver­si­tat Pom­peu Fab­ra y por difer­entes razones estudié a la pesca costera bajo la direc­ción de Josep Fontana. Tam­poco hizo más comen­tario que “ah! Los campesinos del mar”. A pesar de ello nos invitó a París y a su casa en Saint luc d’esser­ent, donde había adosa­do a su casa un pam­peano quin­cho. Seguí un camino autónomo des­de entonces pero siem­pre extrañé el grupo de ami­gos que dejé en los años de his­to­ri­ador rur­al, a los que por suerte conser­vo y los que me han agre­ga­do otros en el leg­en­dario Rav­i­g­nani.

España era para Juan Car­los un lugar inter­me­dio entre aque­l­los donde goz­a­ba vivir (Italia y Argenti­na) y donde esta­ba, pero evi­den­te­mente no dis­fruta­ba (Fran­cia). Cuan­do se jubiló en Fran­cia se fue a tra­ba­jar a la propia Pom­peu Fab­ra y en sus últi­mos años el amor (a su com­pañera de los últi­mos años y a la Argenti­na) lo tra­jo a Rosario. Casi pude alcan­zar­lo con mis manos des­de Paraná, pero la vida no me lo per­mi­tió.

El tamaño de su figu­ra quizás no se podía eval­u­ar por la cer­canía en que se encon­tra­ba de todos sus estu­di­antes y cole­gas. Su capaci­dad de tra­ba­jo incon­men­su­rable y agota­ba de solo ver­lo tra­ba­jar. Su gen­erosi­dad era nat­ur­al, a él le debo casi todos los hitos impor­tantes de mi car­rera, como segu­ra­mente le deber­e­mos muchísi­mas per­sonas, ya que mi caso es uno entre muchísi­mos que tuvi­mos la suerte de tra­ba­jar jun­to a él. Mae­stro, ami­go, con­fi­dente; his­to­ri­ador gigante que nun­ca dejó de abrir puer­tas y caminos… dicen que nadie es héroe para su ayu­da de cámara, pero yo que tuve la for­tu­na de cono­cer­lo tan­to en los foros y en su intim­i­dad me atre­vo a decir que la his­to­ri­ografía pierde al más grande his­to­ri­ador que conocí.

Espero que esto no moleste a mis cole­gas, pero sue­lo decir que Juan Car­los si bien fue docente en Tandil tuvo su escuela his­to­ri­ográ­fi­ca (vamos a decir tam­bién) en Mar del Pla­ta. Al menos seis libros y algu­nas tesis de licen­ciatu­ra, maestría y doc­tor­a­do sir­ven de tes­ti­mo­nio. Y de esa escuela surge su pasión edi­to­r­i­al que tuvo uno de sus hitos más rel­e­vantes en el Anuario del IEHS, y como epí­gonos las pub­li­ca­ciones del GIHRR y esta revista que tuvo el lujo de con­tar­lo como inte­grante de su Comité Cien­tí­fi­co des­de su primer número. Hoy ten­emos la feli­ci­dad de pre­sen­tar el número 10 de esta pub­li­cación que es dirigi­da por uno de los “nietos” de Juan Car­los (como gusta­ba lla­mar a los dirigi­dos por sus dis­cípu­los), el Dr. Agustín Nieto.

Como es tradi­ción, el número se com­pone de un dossier “Etno­grafías del accionar sindi­cal en las Améri­c­as. Notas para la delim­itación de un cam­po prob­lemáti­co” a car­go de Julia Soul, en el cual se ponen en debate los aportes que puede pro­ducir una etno­grafía del accionar sindi­cal al cam­po de los estu­dios sociales e históri­cos del tra­ba­jo y de los tra­ba­jadores, así como los pro­ce­sos reflex­ivos que lle­van ade­lante mil­i­tantes, activis­tas y tra­ba­jadores en pos de la trans­for­ma­ción de sus condi­ciones de vida y tra­ba­jo.

Como afir­ma la com­pi­lado­ra en su intro­duc­ción teóri­ca, el obje­ti­vo de dossier es un aporte “a la dis­cusión y en la con­struc­ción de un entra­ma­do teóri­co que per­mi­ta desar­rol­lar el análi­sis del accionar sindi­cal en tan­to una de las dimen­siones del accionar de la clase tra­ba­jado­ra como tal” cuyo primer paso es recu­per­ar la relación entre las for­mas insti­tu­cionales y las prác­ti­cas de orga­ni­zación, con­struc­ción de obje­tivos y reivin­di­ca­ciones y despliegue de acciones y deman­das desple­gadas por colec­tivos de tra­ba­jadores.

El dossier está com­puesto por cin­co tra­ba­jos de difer­entes con­tex­tos geográ­fi­cos, cual­i­dad de casos y enfo­ques analíti­cos. Paul Dur­ren­berg­er, abor­da la expe­ri­en­cia de con­struc­ción de un con­flic­to en el gremio marí­ti­mo que tiene por su sus­tan­cia carác­ter de transna­cional. Pao­lo Mari­naro, a par­tir de la paz lab­o­ral mex­i­cana recon­struye el entra­ma­do insti­tu­cional, políti­co e ide­ológi­co que sostiene la car­ac­ter­i­zación guber­na­men­tal y empre­saria de Méx­i­co. Veróni­ca Vogel­mann des­de una cuida­dosa reflex­ión metodológ­i­ca y un pro­fun­do conocimien­to empíri­co de los colec­tivos obreros obje­to de su estu­dio, plantea la necesi­dad de ten­sion­ar y cues­tionar – o en todo caso con­stru­ir pre­gun­tas en torno de — las peri­odiza­ciones con­sagradas, espe­cial­mente en sus impli­can­cias en cuan­to a las acciones de la clase. En su colab­o­ración, María Fer­nan­da Hugh­es reg­is­tra el doble pro­ce­so de orga­ni­zación y con­struc­ción de insti­tu­ciones sindi­cales por parte de los tra­ba­jadores sub­con­tratis­tas de la medu­lar min­ería del cobre en Chile. Final­mente, Guiller­mo Colom­bo avan­za en los estu­dios sindi­cales sobre una arista nove­dosa: el de los val­ores morales que infor­man las prác­ti­cas de los mil­i­tantes sindi­cales del Sindi­ca­to de la Indus­tria del Pesca­do marplatense.

En la sec­ción “artícu­los”, Clemente Mamani Colque nos pre­sen­ta un entra­ma­do de prác­ti­cas pro­duc­ti­vas y cul­tur­ales en la activi­dad de los pescadores del lago Tit­i­ca­ca. Y en la sec­ción “notas y comen­tar­ios”, Matías Sal­vador Balles­teros anal­iza las het­ero­genei­dades inter e intraprovin­ciales en los nive­les de población con cober­tu­ra de obra social y/o prepa­ga entre las dis­tin­tas juris­dic­ciones de Argenti­na en el año 2010 y sus trans­for­ma­ciones des­de el 2001.

El número se com­ple­ta con la nota críti­ca de Guiller­mi­na Lai­tano acer­ca del libro Los tra­ba­jadores argenti­nos y la últi­ma dic­tadu­ra. Oposi­ción, des­obe­di­en­cia y con­sen­timien­to de Daniel Dicósi­mo.

Cel­e­bramos entonces tan­to el con­tenido del pre­sente número, así como la con­tinuidad y cal­i­dad de esta pub­li­cación en el mar­co del debate y pro­duc­ción de las cien­cias sociales en el sis­tema cien­tí­fi­co argenti­no.

 

José Mateo

Paraná, Entre Ríos, febrero de 2017