De (re)emergencias y resistencias territoriales:
la lucha campesina e indígena en la Argentina contemporánea
Of (re)emergencies and territorial resistances: the peasant and indigenous struggle in contemporary Argentina
Luciana García Guerreiro*
Gisela Hadad**
Juan Wahren***
Recibido: 29 de noviembre de 2017
Aceptado: 15 de junio de 2018
ResumenEl presente artículo aborda la problemática campesina e indígena en Argentina, partiendo de asumir que tantos unos como los otros han sido construidos por el pensamiento y poder dominante como “ausencias”. Dar cuenta de esa presencia ausente, en el marco de (re)emergencias indígenas y campesinas a nivel latinoamericano, así como de la importancia que asume la lucha territorial en los escenarios de avance neoextractivista, es parte de los objetivos del mismo. Asimismo, este trabajo busca identificar analíticamente diferentes momentos de las luchas y resistencias de las organizaciones y comunidades campesinas e indígenas desde 1983 a la actualidad, centrándose en los procesos organizativos y de construcción de alternativas políticas y económicas de las comunidades. Palabras clave: campesinado — pueblos indígenas — acción colectiva — colonialidad — territorio — autonomía AbstractThis article approaches the peasant and indigenous issues in Argentina, starting with the assumption that both of them have been constructed by the thought and dominant power as “absences”. We aim to refer to this absent presence, within the framework of indigenous and peasant (re)emergencies at the Latin American level, as well as the importance of the territorial struggle in the scenario of neo-extractive advance. This paper also seeks to analytically identify different moments of the struggles and resistance of peasant and indigenous organizations and communities from 1983 to the present. This is carried out by focusing on the organizational processes and the construction of political and economic alternatives of the communities. Key words: peasants — indigenous people — collective action — coloniality — territory — autonomy |
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Introducción
La actualidad política y económica de la Argentina nos presenta un escenario donde los sectores populares y subalternos de la sociedad se ven diariamente avasallados en sus derechos y perseguidos por defenderlos. La implementación de un modelo económico excluyente basado en la extracción desmedida de recursos, la expoliación de los territorios y el arrinconamiento de las poblaciones que los ocupan, se viene profundizando sin que se vea afectado siquiera por los cambios de gobierno. Las comunidades campesinas e indígenas de la región ‑sujetos permanentes de persecución, despojo y difamación- históricamente han resistido, y aún hoy resisten, el avance de una lógica territorial excluyente, que no tiene un lugar reservado para ellos. Como sostiene Svampa, “hoy son comunidades enteras, entre ellas, indígenas y campesinos, víctimas del racismo endémico, los que devienen un obstáculo, una piedra en el camino frente a la expansión del ‘progreso´. Frente a esto, vuelven aquellas preguntas que invocan la memoria larga, atravesada por el genocidio originario, acerca de cuál es el lugar que la Argentina contemporánea y los modelos de desarrollo hoy imperantes, le reservan a las comunidades y pueblos indígenas” [Svampa 2017].
En ese marco, en el presente artículo se aborda el modo en que en Argentina los mundos campesinos e indígenas no sólo han sido sistemáticamente subordinados, violentados, reprimidos, mediante intentos reiterados de exterminio y/o asimilación de la otredad, sino también construidos como ausencia, ya sea a partir de su negación como también de una profunda inferiorización e invisibilización. Asimismo, se reflexiona en torno a los procesos de (re)emergencia indígena y campesina que en toda América Latina, y también en Argentina, han generado en las últimas décadas una mayor visibilización de la lucha de estos pueblos por el reconocimiento de sus derechos y autodeterminación territorial.
De este modo el presente artículo se propone identificar y caracterizar analíticamente diferentes momentos en las luchas campesinas e indígenas en Argentina, desde 1983 a la actualidad, en el marco de un escenario de profundización de las dinámicas extractivistas de desposesión territorial y tomando la dimensión territorial como eje de análisis.
De la “ausencia” construida a la reemergencia de las luchas campesinas e indígenas
La conformación del Estado nación argentino como un territorio integrado da cuenta de exterminios, invisibilizaciones, explotaciones y despojos para con la vida, la población y la naturaleza que habitaba y habita la región. En efecto, la configuración del territorio nacional se basó en una falsa idea de homogeneidad que operó subordinando, excluyendo y silenciando una gran heterogeneidad de actores sociales, con sus historias y culturas [Barbetta 2009]. En la actualidad, el modelo de desarrollo dominante continúa alentando procesos de descampesinización, de desarticulación de pueblos indígenas, de eliminación de aquellos modos de vida que incomodan al progreso y desarrollo capitalista, mediante diversas acciones y dispositivos basados no sólo en el ejercicio de la violencia directa hacia las poblaciones y sus modos de vida, sino también en el desprecio y descrédito hacia la culturas campesinas e indígenas.
Lo que está presente allí es un patrón de poder colonial que opera, según Quijano [2000], a partir de la naturalización de jerarquías raciales que posibilitan la reproducción de relaciones de dominación territoriales y epistémicas, que no sólo garantizan la explotación capitalista de unos seres humanos hacia otros, sino que también subalternalizan los conocimientos, experiencias y formas de vida de quienes son así dominados y explotados. “Lo rural”, y en particular los territorios y saberes campesinos e indígenas, han sido históricamente despreciados por considerarse un espacio estático, residual, proveniente de un pasado arcaico, en contraposición con los modernos y dinámicos espacios urbanos.
Esto es aún más profundo en países como Argentina, donde la “cuestión campesina e indígena” hasta finales del siglo XX fue prácticamente silenciada, o más bien convertida en ausencia, en términos de Boaventura de Sousa Santos [2003]. Ha existido, y aún existe, cierto rechazo a reconocer la presencia campesina en Argentina. Lo campesino es presentado como inexistente o bien definido en términos de carencia a partir de categorías tales como pequeño productor familiar, minifundista, pobre rural; es decir, sujetos limitados o desposeídos de capacidad o agencia; carentes de potencia tecnológica (o incapaces de incorporarla), poseedores de tierras insuficientes o improductivas, sin aptitudes para integrarse a los mercados y a la gestión productiva, refugiados en su propia pobreza, ineficientes para acumular capital, inviables en términos productivos, etcétera [Barbetta et al. 2014]. Lo mismo ha sucedido con los pueblos indígenas, sobre todo a partir del relato de la extinción y/o asimilación de las distintas etnias luego de los procesos de genocidio masivo perpetrados hacia finales del siglo XIX en la región pampeana-patagónica y en la región chaqueña y del noreste del país. La “presencia ausente” [Gordillo y Hirsh 2010], resultado de una construcción explícita de la invisibilidad indígena por parte del Estado argentino, fue la forma de existencia a la que los sobrevivientes de las masacres fundacionales de la Argentina fueron reducidos; “ausencia” que comenzaría a revertirse en los últimos 30 años.
En ese marco, el campesinado y las poblaciones indígenas se erigen en una clase de sobrevivientes a un proceso en el cual se articularon todas las formas históricas de control de trabajo, de sus recursos y de sus productos, en torno al capital y del mercado mundial, imponiendo una sistemática división racial del trabajo [Quijano 2000]. Dicha supervivencia se hace posible por la existencia de formas ancestrales y comunitarias de organizar y comprender la producción, la economía y la vida misma.
Cabe destacar que en el transcurso de los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, la presencia indígena y campesina se hizo evidente en todos los países de América Latina, en algunos casos de forma más conflictiva que otros ‑como podrían ser el zapatismo en México, los mapuche en Chile, los pueblos que conforman la CONAIE en Ecuador, el MOCASE en Argentina o el MST en Brasil‑, pero en todos cobran una relativa notoriedad. En el caso indígena lo que se evidencia es que las recientes movilizaciones han cambiado cualitativamente de las anteriores expresiones de indigenidad de la región. Por ejemplo, el proceso de acciones colectivas de los pueblos indígenas andinos de Bolivia ha (re)significado la noción de territorio, recuperando nominaciones pre-hispánicas como ayllu, suyu y marka, las cuales asimismo fueron (re)significadas por parte de los pueblos indígenas del noroeste de Argentina, por ejemplo el pueblo Kolla en las provincias de Jujuy y Salta, que recupera la noción de ayllu y marka en el seno de sus organizaciones y como parte discursiva de su recuperación territorial, más allá de los territorios comunitarios [Weinberg 2013; Domínguez 2016].
Distintos autores han intentado explicar los motivos de la “emergencia” indígena. Bengoa [2007] al acuñar esta expresión enumera una serie de factores explicativos del surgimiento de la movilización indígena contemporánea. En primer lugar se refiere al proceso de globalización como un fenómeno que ha modificado sustancialmente las relaciones intra e inter grupales a nivel mundial, con importantes consecuencias en los ámbitos locales. Identifica a la globalización como un proceso cultural que intensifica las particularidades de los grupos minoritarios, conduciéndolos a una permanente afirmación identitaria de tipo defensiva. En el caso de los pueblos indígenas se observan diversos mecanismos en esta dirección: procesos de etnogénesis, radicalización de las identidades existentes, readscripción étnica, entre otros, que posicionan al sujeto indígena como nuevo actor en este escenario.
Asimismo, Bengoa [2007] menciona el fin de la Guerra Fría como otro factor favorable al surgimiento de reclamos indígenas, dado que hasta el momento las insurrecciones, levantamientos, protestas o cualquier otra expresión antisistémica que hubiera era rápidamente leída en los términos maniqueos de comunismo-capitalismo. Finalmente, señala el proceso de modernización de los Estados latinoamericanos, que implicó el achicamiento de las incumbencias de los mismos y la pérdida de estructuras de contención e integración de la ciudadanía, lo cual permitió a grupos indígenas emerger con sus especificidades de pueblo y dejar de estar subsumidos en categorías sociales clasistas, como la de campesinos o trabajadores rurales. Esta situación está representada en lo que Bengoa [2003] caracteriza como un desplazamiento de la identidad campesina a la indígena que forma parte de los fenómenos que fueron presentándose en los sectores rurales en los últimos treinta años.
Paralelamente, la reemergencia indígena en América Latina se ve acompañada por la creación de una serie de normativas y organismos gubernamentales con el fin de reconocer derechos culturales, identitarios y territoriales a los pueblos indígenas. En Argentina, la incorporación al Convenio 169 de la OIT y la reforma constitucional en el año 1994 que reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, ha conllevado la adopción de medidas y legislaciones especiales, tanto a nivel nacional como provincial, con el fin de garantizar el respeto a la diversidad cultural y el reconocimiento efectivo de derechos indígenas (conformación del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas a través de la ley 23.302; Leyes 26.160 y 26.554 que estipulan el relevamiento a nivel nacional y el consecuente reconocimiento territorial de las posesiones y territorios comunitarios indígenas, como también la suspensión de desalojos a comunidades; entre otras normativas).
Sin embargo, a pesar de las expectativas que generaron dichas legislaciones e instituciones nacionales y provinciales en gran parte de los pueblos y dirigentes indígenas, lo que ha imperado hasta el momento ha sido la falta de implementación y el incumplimiento de las mismas, quedando los pueblos y comunidades a la espera de que se hagan efectivos sus derechos, mientras deben enfrentar día a día al avance de modelos de desarrollo que los excluyen, reprimen y acorralan, y que dan continuidad a los mismos patrones coloniales de siglos [Briones 2005; Carrasco 2002].
Asimismo, sostiene Carrasco, “sin medidas efectivas de protección a la posesión y propiedad de las tierras ‘que tradicionalmente ocupan’, la indefensión jurídica de las comunidades indígenas se profundiza porque a la par que el Estado se confiesa impotente para evitar la invasión de las tierras indígenas y la destrucción de sus recursos naturales, alienta una política de inversiones destinada a organismos multinacionales, empresas nacionales y extranjeras para la instalación en las mismas de emprendimientos productivos de diversa índole” [Carrasco 2002: s/r].
Neoextractivismo como modelo de desarrollo: la expresión territorial del despojo
La emergencia indígena en América Latina se da en el marco de la implementación de un paradigma de desarrollo en el cual las comunidades indígenas, junto con otras poblaciones rurales subalternizadas, se erigen como principales damnificadas. Dicho patrón de desarrollo en América Latina se enmarca en la lógica de lo que se conoce como extractivismo o neoextractivismo [Svampa 2015; Gudynas 2009; Leff 2005; Svampa y Viale 2014; entre otros], siendo la Argentina un acabado exponente del mismo. El modelo extractivo se caracteriza por la profundización de una dinámica de desposesión territorial y de recursos naturales (bienes comunes) que implica un aumento de la dependencia económica de los países implicados en un creciente proceso de reprimarización de la economía [Giarracca y Teubal 2013], lo cual afecta gravemente a poblaciones históricamente desposeídas y postergadas –campesinos, indígenas, pobladores de zonas marginales a las economías nacionales, entre otros–. Este proceso se enmarca en un escenario político y económico de nuevo orden, caracterizado por Svampa [2012] como la etapa del Consenso de los Commodities, un momento posterior al decenio del Consenso de Washington, donde se da paso al crecimiento económico basado en la exportación de bienes primarios sin valor agregado, cuyo comportamiento económico responde a las mismas lógicas de los mercados financieros a nivel global [Giarracca y Teubal 2013].
Siguiendo esta definición, el extractivismo no sólo representa a las actividades económicas tradicionalmente consideradas de este modo –la explotación de hidrocarburos y la megaminería, por ejemplo– sino también a la expansión de la frontera agrícola y forestal a través del agronegocio y los biocombustibles. No se trata solamente de la obtención de productos primarios, sino también de la forma en que éstos se generan –con creciente sobreexplotación y constante expansión de las actividades a territorios antes considerados improductivos–; de la gran escala que adquieren las actividades; del destino de exportación que presentan; de la incorporación de tecnologías de avanzada; del alto consumo de recursos no reproducibles (agua, tierra fértil, biodiversidad) que implican; y de la dinámica propia que adquieren estas actividades en los territorios que ocupan [Svampa 2015; Giarracca y Teubal 2013][1].
La consolidación del modelo de producción extractiva en Latinoamérica actualiza las relaciones de colonialidad [Quijano 2000] que han atravesado la región desde hace siglos, remontándose a los tiempos de la conquista. El modelo avanza sobre territorios y poblaciones negando la especificidad de cada uno y sus formas de vida, recreando relaciones de subordinación y explotación. Así, el auge de las actividades extractivas en la Argentina ha generado la emergencia de cientos de conflictos que se hallan en distintas etapas de organización y despliegue de las resistencias, territorialmente expresadas.
Precisamente definimos al territorio como un espacio geográfico atravesado por relaciones sociales, políticas, culturales y económicas que es resignificado constantemente por los actores que lo habitan y hacen uso de él, configurando un escenario territorial en conflicto por la apropiación y reterritorialización del espacio y los recursos naturales que ahí se encuentran. El territorio aparece entonces como una categoría compleja, móvil, en permanente proceso de resignificación y disputa. En efecto, la idea de territorio no puede separarse de la noción de conflicto entre diferentes actores sociales en un proceso dinámico de territorialización/ desterritorialización/ reterritorialización que implica, a su vez, una reificación de las identidades sociales de los actores que habitan y practican esos territorios. El geógrafo brasileño Bernardo Mançano Fernandes [2005] utiliza el concepto de “movimiento socioterritorial” para dar cuenta de aquellos movimientos sociales donde su acción colectiva y su proceso identitario se encuentran íntimamente ligados a sus procesos de territorialización. Este proceso de territorialización de los movimientos sociales genera una disputa concreta en el territorio que adquiere, entonces, un sentido político. Esta disputa en la “interface territorial” implica así una confrontación de mundos sociales y políticos con otros actores (por ejemplo, el Estado, las empresas, organismos no gubernamentales, entre otros). Es este mismo anclaje territorial o esta construcción de territorialidad la que da una característica singular a estos movimientos.
Asimismo, podemos denominar “territorios insurgentes” a aquellos territorios practicados de manera preponderante por los movimientos sociales, donde se ponen en práctica “campos de experimentación social” [Santos 2003] o “formas societales” [Tapia 2008] que van “más allá” de la territorialidad hegemónica del sistema/mundo colonial, hetero-patriarcal y capitalista y donde las relaciones entre quienes habitan esos territorios y la naturaleza se dan en el marco de vínculos de reciprocidad, signados por la capacidad de los propios actores sociales de autogestionar esos territorios. De esta manera, el carácter disruptivo de los movimientos sociales encuentra un espacio donde desplegarse plenamente conformando una nueva forma societal, política, económica y cultural anclada en el territorio y con una duración temporal mayor a la de la irrupción en la esfera pública como rebelión o acontecimiento.
Momentos en las luchas campesinas e indígenas en Argentina (1983–2017)[2]
La reconfiguración identitaria: una (re)emergencia desde la latencia (1983–1992)
En el marco de los procesos de recuperación del sistema democrático representativo en la Argentina desde fines del año 1983, (re)aparecen en la escena pública algunos viejos y nuevos movimientos sociales que marcarán la agenda de los conflictos sociales en América Latina por las siguientes décadas; entre ellos, los movimientos campesinos y los movimientos indígenas. Con dicha (re)emergencia se abre un ciclo de acción colectiva por parte de estos movimientos sociales signado por un proceso de reconstrucción del entramado organizativo y comunitario [Gutiérrez 2008], caracterizado, a su vez, por una escasa irrupción en el espacio público con el formato de protesta social. En efecto, en este período las acciones de estos colectivos sociales estuvieron más bien marcadas por procesos organizativos y de reconstrucción identitaria que podemos caracterizar a partir de la noción de “latencia” [Melucci 1994], la cual da cuenta justamente del momento en que se producen los replanteos y cambios en la construcción de significados, se generan nuevos códigos y se negocian internamente las estrategias de las acciones colectivas. En este marco se inscriben el surgimiento de organizaciones como el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE) que, si bien se conforma como tal a nivel provincial en 1990, se da como corolario de un proceso organizativo previo entre distintas comunidades y organizaciones campesinas a nivel local, que comenzaron a articularse en defensa de sus territorios desde principios de la década del ochenta. Del mismo modo, la reconfiguración del Movimiento Agrario de Misiones (MAM) a partir de 1986 da cuenta de una recuperación de la experiencia organizativa de las Ligas Agrarias en la zona, que habían sido ferozmente reprimidas y desarticuladas durante la última dictadura militar.
Simultáneamente, se van reconfigurando una serie de espacios organizativos previos junto con la creación de nuevas y diversas organizaciones de pueblos indígenas tanto a nivel local, como provincial y nacional. Por ejemplo, en el año 1971 se crea la Confederación Indígena Neuquina (CIN), antecedente de la Confederacion Mapuche Neuquina (“la Confe”) ‑la organización mapuche más grande de Neuquén- que desde la década del noventa va a estar presente en gran parte de las resistencias indígenas en la provincia. Lo mismo sucede con el Consejo Asesor Indígena (CAI), una de las principales organizaciones mapuche de Río Negro, durante la década del ochenta. Con antecedentes desde fines de la década del ´70, el CAI tiene su origen en 1984, cuando una gran nevada deja a los crianceros de la zona en situación de emergencia, y ante la inminente discusión en las comunidades que llevó luego a la sanción de la Ley 23.302, el CAI toma la forma de organización permanente y referente en Río Negro, que junto con otras comunidades terminarán articulando la Coordinadora del Parlamento del Pueblo Mapuche (CPPM-RN) de esa misma provincia.
Al mismo tiempo el pueblo kolla en las provincias de Jujuy y Salta también retoma un proceso organizativo desde las propias comunidades signado por su reconfiguración identitaria y por las luchas por el reconocimiento de sus tierras ancestrales. Es el caso de las comunidades kollas de las yungas en Salta, atravesados por el conflicto territorial con el Ingenio San Martín del Tabacal, que ocupaba gran parte de las tierras comunitarias, disputando además fuentes de agua y el uso del monte y la selva, vitales para la reproducción de la vida comunitaria. Conflicto que, a su vez, tiene como particularidad que muchos de los comuneros eran o habían sido explotados como trabajadores precarizados de las zafras de azúcar de este y otros ingenios de la provincia, así como de Jujuy y Tucumán.
Cabe mencionar que todo este proceso organizativo de los pueblos indígenas y las organizaciones campesinas tuvo en varios casos una fuerte influencia de la Iglesia Católica, particularmente de los sectores más progresistas ligados a la Teología de la Liberación. El caso más paradigmático se dio en la provincia de Neuquén con el Obispo Jaime de Nevares quien fue impulsor de los procesos de reconstitución de las organizaciones mapuche. Asimismo, desde la iglesia se denunciaban las condiciones precarias de la vida cotidiana de las comunidades indígenas [Aizicson 2014]. También puede destacarse el rol del Obispo Olmedo en la provincia de Jujuy y la acción a nivel nacional que lleva a cabo hasta el día de hoy el Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (ENDEPA) que, si bien perdió gran parte de su influencia y radicalidad, sigue siendo un espacio importante para analizar los procesos organizativos de los pueblos indígenas. Con respecto a las organizaciones campesinas es notoria también la influencia y el accionar de curas y párrocos de base en los procesos organizativos, tanto del MAM como del MOCASE, sobre todo durante los años ochenta.
Este proceso de influencia de la Iglesia, ligado a lo que Svampa [2008] y Zibechi [2003] señalan como una de las principales vertientes que conforman a los movimientos sociales latinoamericanos, va a perder fuerza en el segundo ciclo de los movimientos campesinos e indígenas, cuando las acciones colectivas se radicalicen en defensa de sus territorios y cuando el proceso identitario, sobre todo el indígena donde la recuperación de la cosmovisión ancestral muchas veces se fue dando en contraposición con la religiosidad católica, fue acrecentando las diferencias con la Iglesia Católica, sobre todo con la estructura hegemónica de la misma, profundamente conservadora y que nunca aceptó la acción evangelizadora de la Teología de la Liberación (e incluso la combatió).
Asimismo, el debilitamiento progresivo de las posturas más progresistas dentro de la Iglesia generó un alejamiento de estos movimientos sociales, a partir del cual muchos religiosos optaron por romper con la Iglesia y formar parte plena de los movimientos. Así se va dando un lento, pero profundo, proceso de “secularización” de estos movimientos sociales que dieron pie, entre otras razones, al proceso de resistencia al neoliberalismo desde la noción de territorio como espacio de vida y de reconfiguración identitaria de los pueblos indígenas y comunidades campesinas.
Las resistencias al neoliberalismo: de la tierra al territorio (1992–2002)
Luego de este primer período que resultó en la conformación de espacios de articulación y reagrupamiento para muchos de los pueblos indígenas de Argentina ‑tanto hacia adentro de cada pueblo como entre diferentes pueblos y naciones indígenas- estos actores sociales, junto con los incipientes movimientos campesinos (tanto los que se regeneraban a partir de las experiencias de los años setenta como los nuevos agrupamientos) empezaron a protagonizar acciones de resistencia que afloran en los mundos rurales, fundamentalmente, contra el avance de las reformas neoliberales impulsadas por el gobierno nacional de Carlos Menem.
Esta es una etapa donde tanto los pueblos indígenas como los movimientos campesinos empiezan a cobrar cierta autonomía, tanto del Estado como de la Iglesia y los partidos políticos. Con un fuerte énfasis en la lucha cultural y la reconstrucción identitaria de los pueblos indígenas, muchas veces fragmentados por los límites de la jurisdicción estatal (provincial y/o nacional), se van conformando las primeras organizaciones indígenas y campesinas autónomas a nivel provincial. A comienzos de este período los movimientos luchaban por el acceso y/o reconocimiento a sus tierras ancestrales, así como resistían el avance de emprendimientos del naciente agronegocio que comenzaba a ampliar, con cada vez más ímpetu, la frontera agropecuaria [Giarracca y Teubal 2008].
Como señalan Gordillo y Hirsch [2010], las luchas en este período estuvieron fuertemente ligadas a conflictos por la tierra, entre las cuales se destacan la lucha mapuche en Pulmarí (Neuquén) por tierras en propiedad una empresa estatal; las movilizaciones de los kollas de San Andrés (Salta) entre 1993 y 1997 por la titularización de sus tierras, que recupera la memoria del “malón de la paz” de 1946; la lucha de la Asociación Lhaka Honhat (Nuestra Tierra) en el Chaco salteño por los lotes fiscales 14 y 55, en el marco de la cual en 1996 se tomó durante 23 días un puente internacional y se llevaron a cabo acciones legales ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la OEA; entre otras.
De esta manera, el complejo proceso de reconstitución identitaria se conjugó con la defensa territorial. La clásica demanda por el acceso a la tierra se va transformando paulatinamente en una demanda más integral de (auto)gestión y/o autodeterminación del territorio, aunando las dimensiones productivas con las culturales e identitarias, incluso las políticas ligadas a la autogestión del territorio en todas sus esferas. En este proceso, la estrategia defensiva en torno a la tierra se vuelve también en una estrategia propositiva donde lentamente se van construyendo alternativas societales en esos “territorios insurgentes”; espacios en que las comunidades campesinas y los pueblos indígenas van conformando diversas experiencias de vida en contraposición con las formas hegemónicas capitalistas y coloniales. Estas construcciones, cabe resaltar, se encuentran atravesadas por contradicciones y por las propias lógicas de dominación del sistema mundo hegemónico, pero su horizonte de sentido, como proyecto societal alternativo, se enmarca en prácticas de autonomía, solidaridad y reciprocidad no capitalistas.
En este punto cabe mencionar la experiencia de las ferias francas, que se desarrolla en la provincia de Misiones y luego se expande a varias provincias argentinas. A comienzos de la década de los noventa, el Movimiento Agrario de Misiones (MAM), junto con otras organizaciones e instituciones de la provincia, abrió la discusión y la búsqueda de nuevas estrategias económicas para las familias agricultoras, lo cual resultó en el año 1995 en la creación de la primera feria franca en la ciudad de Oberá, como una alternativa para los pequeños agricultores misioneros. La experiencia de las ferias francas puede pensarse además como una de esas alternativas que refiere a procesos de resistencia y disputa territorial en las cuales asume protagonismo la recuperación de prácticas agroecológicas, la organización de la economía en base a necesidades familiares y/o comunitarias y, principalmente, la producción de alimentos sanos para mercados locales donde se establece una relación más directa entre productor y consumidor.
En este período, en el caso del pueblo mapuche, se conforma la Confederación Mapuche de Neuquén y en Rio Negro la Coordinadora del Parlamento Mapuche de Río Negro, mientras que el Consejo Asesor Indígena (CAI) se consolida e incorpora en su seno a distintas comunidades de todo el ámbito provincial. Así, el pueblo mapuche profundiza su proceso de reconfiguración cultural identitaria, a la vez que van cobrando fuerza hacia finales de la década del noventa los procesos de recuperación de territorio ancestral. Cabe señalar que una característica del pueblo mapuche en particular (y de los pueblos indígenas de Argentina en general) es su fragmentación entre las distintas organizaciones provinciales y dentro de las mismas provincias existen diversos nucleamientos de comunidades indígenas divergentes. Este segmentamiento responde a diversos factores, tanto de índole coyuntural y organizativo, como ideológico-político. En el primero de los casos, se trata de divisiones que eventualmente pueden rearticularse, siendo el segundo de los casos el de más compleja resolución y también, quizás, el más frecuente.
De este modo observamos que en la provincia de Neuquén la organización más importante de este período es “la Confe”, pero coexiste con otras comunidades más ligadas a la Iglesia Católica y ENDEPA, así como con otras más cercanas al poder político provincial hegemónico, el Movimiento Popular Neuquino (MPN).
En la provincia de Chubut el proceso organizativo más importante de este período fue la “Organización Mapuche-Tehuelche 11 de Octubre” cuyo objetivo era lograr la autonomía territorial mapuche-tehuelche frente al Estado, tanto argentino como chileno. En este sentido, aparece como la organización indígena más radical en ese entonces, pues sus planteos eran críticos de la propia figura del Estado nación. El mismo abarcaba diferentes comunidades en toda la provincia, aunque su núcleo organizativo principal se anclaba en la zona de Esquel. En el caso de Río Negro, este período es el momento de mayor visibilidad del CAI, que asume una representación con alto consenso entre las comunidades de base, divididas en distintas jurisdicciones: el CAI Zona Andina, el CAI Zona Atlántica y el CAI de la Línea Sur. En esos años la problemática mapuche comienza a ser visible no sólo para los no indígenas de la región, sino también para las propias comunidades ‑sobre todo las “del campo”- que se cuestionan y problematizan la identidad, a partir de la interpelación de los propios dirigentes mapuche. Con el tiempo éste será el germen de múltiples procesos de readscripción y auto-reconocimiento étnico, algunos de los cuales mencionaremos en el siguiente apartado.
En el caso del pueblo kolla, si bien la conformación de organizaciones a nivel regional fue más tardía (con la constitución del Qullamarka en la provincia de Salta en 2007, que reclama la autogestión territorial comunitaria de más de un millón de hectáreas), ya desde mediados de los noventa va a confluir, en algunos casos como el de las yungas, en la recuperación de la noción de ayllus, y en la provincia de Jujuy en la conformación de la Red Puna y Quebrada de Humahuaca como espacio de articulación y referencia regional, que contiene en su seno ‑no exenta de tensiones- las identidades indígenas y campesinas.
El movimiento campesino, por su parte, comienza una etapa de expansión organizativa en un doble movimiento: por un lado, un proceso defensivo del territorio frente al ya mencionado avance de la frontera agropecuaria [Giarracca y Teubal 2008], que comienza a arrinconar y despojar a los territorios habitados por las comunidades campesinas; por otro, un proceso de recuperación identitaria y de recuperación de tierras improductivas que son ocupadas para ser puestas en producción bajo lógicas propias de las organizaciones campesinas, en contraposición con el modelo productivo del Agronegocio. Esta última forma de acción colectiva comenzó en este período, pero se extenderá con mayor fuerza durante el ciclo siguiente.
El movimiento que muestra un mayor crecimiento es el MOCASE, que se expande por casi toda la provincia y se convierte en una organización paradigmática para otros movimientos sociales rurales y urbanos por combinar la radicalidad de las acciones de protesta por medio de la acción directa (cortes de ruta, movilizaciones, etc.) con la práctica de la autodefensa territorial para evitar los desalojos y la construcción de una territorialidad contrahegemónica o “insurgente” en los territorios en disputa. De esta manera, el ejemplo del MOCASE fue importante para experiencias organizativas de otras provincias que habilitarán, entre otros factores, la conformación de organizaciones como el Movimiento Campesino de Córdoba (que a su vez nuclea a la Unión Campesina de Traslasierra, Valle Buena Esperanza, la Organización de Campesinos Unidos del Norte de Córdoba, la Asociación de pequeños productores del Noreste de Córdoba y la Unión Campesina del Norte), la Red Puna en Jujuy, el Movimiento Campesino de Formosa, entre otras.
Las resistencias al (neo)extractivismo: entre la mayor institucionalización y el giro eco-territorial de las luchas por la (re)creación de otros mundos de vida (2002–2017)
En esta etapa se dan procesos simultáneos en torno al accionar de los movimientos indígenas y campesinos. Por un lado, se produce un afianzamiento de la (re)construcción territorial donde se despliegan estas formas societales alternativas en el marco de una profundización y consolidación del modelo extractivo que implicó un nuevo avance por sobre los territorios indígenas y campesinos. Como vimos, el modelo extractivo se ve consolidado por diversos factores; entre ellos, la devaluación y la suba de los commodities alimentarios, los minerales y los hidrocarburos ‑suba que se explica en parte por el fuerte aumento de la demanda de estos productos por parte de China e India- y la lógica de funcionamiento del capital financiero especulativo que desde comienzos de siglo comenzó a operar fuertemente en los mercados internacionales de commodities.
Por otro lado, se da un proceso de reconstitución de la institucionalidad estatal del cual los movimientos campesinos e indígenas ‑o por lo menos algunas de sus organizaciones más importantes- no fueron ajenos. Este último ciclo se enmarca en un proceso de re- institucionalización de la política en el que, a partir de los gobiernos kirchneristas, se relegitiman algunas de las instituciones estatales y formatos políticos institucionalizados en general, y donde diversos movimientos sociales que habían protagonizado las resistencias al neoliberalismo asumen posiciones cercanas a los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, incluyendo en esta constelación de movimientos sociales algunas organizaciones campesinas, indígenas, así como movimientos territoriales urbanos, fábricas recuperadas, entre otros.
Como señala Briones [2015] para el caso indígena, durante este período se conjugó desde el gobierno una visión neodesarrollista con un ideario “nacional y popular” que posibilitó ciertas transformaciones, pero con límites muy concretos a la implementación efectiva de los derechos indígenas reconocidos. Se llevan a cabo en este período importantes reconocimientos y avances en cuanto a la política desarrollada desde el Estado hacia los pueblos indígenas, entre los cuales se destacan: la creación en 2004 del “Consejo de Participación Indígena” como forma de incorporar la representación indígena dentro del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI); la constitución del Consejo de Coordinación dentro del INAI en 2008; la Ley 26160, que en 2006 suspende por cuatro años los desalojos de comunidades indígenas judicializadas y ordena el relevamiento de las tierras de comunidades de todo el país; la Ley 26522 de Servicios de Comunicación Audiovisual, incorporando demandas de derecho a la comunicación con identidad; la creación en noviembre de 2010 del Registro Nacional de Organizaciones de Pueblos Indígenas (RENOPI). En este marco, los movimientos y pueblos indígenas, o más bien sus referentes, son convocados a participar y transformar sus realidades desde adentro de lo estatal, así como a transformar el Estado desde adentro [Briones 2015]. En dicho escenario, las discrepancias entre los movimientos indígenas en torno a la marcha por el Bicentenario[3] tendieron a articularse como parte del antagonismo generalizado que, en apariencia, estaría partiendo la sociedad entre “kirchneristas-antikirchneristas” [Briones 2015].
Pero simultáneamente a este proceso de institucionalización de algunos movimientos sociales y un reflujo de las acciones colectivas de protesta, emergen en distintas geografías del país una serie de conflictos que se han englobado bajo el nombre de “socio-ambientales” [Svampa 2012] en lo que esta misma autora ha denominado el “giro eco-territorial” de las luchas. Una multiplicidad de actores sociales locales van convergiendo en estas disputas, que rearticulan las luchas por el territorio, permitiendo la articulación de las nacientes asambleas ciudadanas de distintos pueblos con movimientos campesinos y comunidades indígenas, así como organizaciones ecologistas. Es por ello que planteamos que la apertura de este nuevo ciclo en las disputas por el territorio da cuenta de la ampliación de los actores involucrados y la consolidación de la demanda territorial-ambiental que complementa las demandas anteriores del acceso a la tierra y al reconocimiento político y cultural. El territorio y lo ambiental en sentido amplio aparecen como los elementos estructurantes y ordenadores de estas luchas.
Uno de los eventos iniciales paradigmáticos fue la oposición al emprendimiento megaminero en la ciudad de Esquel (Chubut) en 2002, en el que un referéndum local dio que más del ochenta por ciento de la población se oponía a la instalación de la minería en la región. En esta localidad se conformó una asamblea de vecinos autoconvocados que llevó a cabo varias acciones de protesta y visibilización de las demandas, articulándose por un tiempo, aunque no sin tensiones, con comunidades mapuche de la zona que también se oponían al emprendimiento megaminero. Otro conflicto destacable, sobre todo por representar un proceso de construcción conjunta de la resistencia anti-minera, es el que tuvo lugar en Loncopué, Neuquén. Allí, entre 2007 y 2012, diversos colectivos ‑asambleas de vecinos, asociaciones de fomento rural y la comunidad mapuche Mellao Morales- se articularon ex profeso para impedir la instalación de una empresa minera en territorio indígena. Esta lucha desembocó en la realización de un referéndum de carácter vinculante, a diferencia del realizado en Esquel, que viene impidiendo hasta el día de la fecha la presencia de explotaciones mineras a cielo abierto en la zona.
Luchas como éstas se multiplicaron por toda la región cordillerana con distintos movimientos que enfrentaban emprendimientos megamineros ya establecidos o en sus facetas exploratorias, que se fueron articulando con otras luchas socioambientales bajo la identidad de Unión de Asambleas Ciudadanas y que, justamente por su crítica a los modelos de desarrollo dominantes, encontraron en las comunidades campesinas e indígenas una referencia para la construcción de alternativas, lo que en algunos casos permitió su articulación en la lucha.
Por otro lado, cabe mencionar también que, en el marco de la lucha por el reconocimiento de sus derechos y sus territorios, diferentes pueblos lograron reconstruirse y recuperar su fuerza, así como el vínculo entre ellos. Es el caso, por ejemplo, de la Unión de Pueblos de la Nación Diaguita (UPND) que se conforma en 2005, reuniendo pueblos y comunidades diaguitas de diferentes provincias (Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja y Santiago del Estero) uniendo sus luchas y reclamos. Uno de los principales conflictos territoriales que enfrenta esta organización en la zona andina es con las empresas mineras y, en particular, con la emblemática minera Bajo La Alumbrera Así, las comunidades de la UPND al juntarse buscan fortalecerse mutuamente en la defensa de sus territorios frente a los reiterados e innumerables conflictos con terratenientes, que se presentan como supuestos dueños; disputas que en algunos casos llegan a situaciones de violencia extrema, como es el caso del asesinato del comunero diaguita Javier Chocobar el 12 de octubre de 2009.
Por su parte, el proceso organizativo del pueblo mapuche continuó consolidándose y expandiéndose, a la vez que fragmentándose, pues nuevas comunidades fueron creando nuevos espacios de articulación dentro de cada provincia, así como se fueron dando diferentes rupturas dentro de las organizaciones que se habían conformado desde los años ochenta. De ese modo, en la provincia de Neuquén la Confederación siguió creciendo y sumando nuevas comunidades, pero también otras abandonaron esa organización de segundo grado y conformaron articulaciones por fuera de la misma, como por ejemplo las comunidades de la región de Zapala, Winkul Newen entre ellas, que optaron por estrategias organizativas y de protesta diferenciadas frente a las empresas de hidrocarburos que actúan en sus territorios. Un proceso similar sucedió con el pueblo mapuche de las provincias de Río Negro y Chubut. En esta última emergió en los últimos años una organización de tinte más radical y autónomo, Movimiento Mapuche Autónomo del Puelmapu (MAP), inspirada en el movimiento radical mapuche de Chile que combina la ocupación de tierras ancestrales con metodologías de acción directa en los Pu Lof en Resistencia de Cushamen y Zungun Cura. También en Chubut surge el Frente de Lucha Mapuche Campesino (FLMC), donde desde la comunidad Pillan Mahuiza se continúan las luchas autonómicas planteadas por la Organización 11 de octubre, pero también se plantean algunas diferencias con la misma. La principal referente del FLMC es Moira Millán quien más adelante, en 2016 y 2017, impulsará la Marcha de Mujeres Originarias, un espacio que articula como novedad a diferentes mujeres de diversos pueblos indígenas de Argentina. En 2016 realizaron una importante movilización hacia la ciudad de Buenos Aires y luego en 2017 un Foro en la ciudad de Bahía Blanca donde se pusieron en debate tanto el rol de las mujeres indígenas como la propia noción de “argentinidad”, en un proceso de articulación que aún permanece abierto y con una enorme potencialidad para seguir creciendo.
La resistencia mapuche encuentra también expresión en el territorio que se asienta sobre la formación Vaca Muerta (ubicada mayormente en la provincia de Neuquén, aunque se extiende hasta el sur de Mendoza, y norte de Río Negro), que es presentada como la “gran promesa” para la extracción de hidrocarburos no convencionales en Argentina. Allí las comunidades Campo Maripe, Paynemil y Kaxipayiñ ‑algunas formando parte de la Confederación Mapuche Neuquina- llevan adelante una fuerte resistencia al fracking como forma privilegiada de extracción hidrocarburífera. Asimismo, en mayo de 2017, se produjo una nueva recuperación territorial en una zona cercana a las mencionadas: la de la comunidad Fvta Trayen, en el paraje Tratayén, que comienza a plantearse la misma lucha, la cual fue duramente reprimida por la policía provincial en septiembre de 2017. A estas experiencias de resistencia y organización se suma el accionar de los pequeños productores ganaderos de la zona, también llamados crianceros o puesteros, quienes aún sin contar con organizaciones que los nucleen, llevan a cabo una solitaria y aguerrida defensa de sus formas tradicionales de producción y reproducción de la vida.
En la provincia de Formosa, Qopiwini Lafwetes se constituye en un espacio de coordinación de los pueblos originarios qom, pilagá, wichi y nivaclé de Argentina, conformada en el año 2015 a partir del acampe que realizaron en la Ciudad de Buenos Aires, reclamando por condiciones dignas de vida y contra la represión a sus comunidades por parte de los gobiernos provinciales. Su máximo referente es Félix Díaz de la comunidad qom Potae Napocna Navogoh. A propósito de esta comunidad, en los últimos años fue noticia por sus reclamos al gobierno de la provincia de Formosa, iniciados en 2007, y cuya apoteosis tuvo lugar en 2010, cuando se nacionalizó el conflicto a partir de la feroz represión a un corte de ruta que llevaban a cabo. El hostigamiento a los miembros de la comunidad, y a su qarashé (cacique) Félix Díaz en particular, refleja una interna de las dirigencias indígenas a nivel nacional, pero fundamentalmente, abre el juego a otros actores políticos para subsumir la cuestión indígena a la lógica dicotómica gobierno-oposición, que en este caso toma forma en el enfrentamiento entre el ENOTPO (Encuentro Nacional de Organizaciones Territoriales de los Pueblos Originarios) y el Consejo Plurinacional Indígena, oficialista y opositor respectivamente. Ambos espacios de articulación mantuvieron un fuerte contrapunto en 2013, que fragmentó aún más a los pueblos indígenas.
En torno al movimiento campesino, durante los primeros años de este período se observa una multiplicación de experiencias de organización y resistencia campesina en diferentes provincias del país, como es el caso de la creación en la provincia de Mendoza de la Unión de Trabajadores Sin Tierra (UST) y la Organización de Trabajadores Rurales de Lavalle (OTRAL) entre el año 2001 y 2002; en Misiones de la Comisión Central de Tierras de Pozo Azul (CCT), la Unión de Trabajadores Rurales del Noreste Misionero (UTR), las organizaciones Productores Unidos de Santiago de Liniers (PUSALI) y Productores Independientes de Piray (PIP); entre otras. Asimismo, se dan una serie de articulaciones entre las que se destaca la creación en el año 2003 del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) que, como resultado de una década de articulación previa en torno a la Mesa Nacional de Productores Familiares, agrupa a organizaciones de base y de segundo grado de diferentes provincias: el Movimiento Campesino de Córdoba (MCC), el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), la Unión de Trabajadores Sin Tierra de Mendoza y San Juan (UST), la Red Puna y Tierra Fértil de Jujuy, Encuentro Calchaquí de Salta, COTRUM de Misiones, el Movimiento Campesino de Neuquén (MCNN) y el MNCI Buenos Aires (con núcleos organizativos principalmente en algunos distritos del conurbano bonaerense). El MNCI, a su vez, articula a nivel internacional participando de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) y la Vía Campesina (VC). Otro espacio de articulación es el que se dio en torno al Frente Nacional Campesino (FNC), en el marco del denominado conflicto entre “el campo” y el gobierno en 2008, compuesto por el Movimiento Campesino de Santiago del Estero de Los Juríes, el Movimiento Agrario de Misiones (MAM), el Movimiento Campesino de Jujuy (MOCAJU) y el Movimiento Campesino de Formosa (MOCAFOR).
Cabe mencionar también las múltiples articulaciones en la lucha que se fueron gestando entre diversas organizaciones campesinas y movimientos sociales urbanos ‑movimientos de desocupados, organizaciones universitarias, empresas recuperadas y cooperativas, etcétera‑, que aunaron fuerzas para acciones que van desde la realización de movilizaciones y protestas en el espacio público, hasta la construcción de propuestas como redes de comercialización solidaria. Precisamente Domínguez [2005] señala que la crisis de la noción de progreso revitaliza viejos saberes y formas de vida, alimentando nuevas perspectivas de desarrollo y favoreciendo el surgimiento de prácticas vinculadas a la agroecología, las medicinas alternativas, el comercio solidario o justo, las tecnologías no convencionales, entre otras. Y sostiene que “se recuperaron y revalorizaron las prácticas campesinas o indígenas, como si estas conformaran pistas o huellas de caminos que fueron truncadas pero que guardaron un potencial que hoy puede servir para recrear la vida en la encrucijada de la modernidad. A diferencia de otras épocas, en la actualidad las poblaciones urbanas sienten una gran simpatía hacia las demandas de las organizaciones campesinas e indígenas, como si estas trajeran ahora creativas novedades entre sus viejas recetas” [Domínguez 2005].
Por su parte, desde el Estado se crea, en el año 2006, en el ámbito del Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca, el Foro de Organizaciones Nucleadas de la Agricultura Familiar (FONAF), con la pretensión de generar un espacio institucional de representación de las organizaciones campesinas e indígenas dentro del Estado. Esta institucionalización de organizaciones campesinas y de productores familiares lo que buscó fue, por un lado, incluir dentro de las políticas gubernamentales las demandas de estas organizaciones, pero al mismo tiempo evidenció la intención de cooptación y desactivación de las luchas que las organizaciones campesinas e indígenas llevaban adelante. Asimismo, como expresión de la mayor institucionalización que asume el sector, cabe mencionar que en 2008 el Programa Social Agropecuario (PSA), una de las pocas políticas orientadas a apoyar a nivel nacional los mundos campesinos e indígenas, es convertido en Subsecretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar (Decreto 571/08), incorporando en su seno a importantes referentes e integrantes de los movimientos campesinos[4].
Lo que se observa en este período es una mayor relevancia del Estado en las demandas e interpelaciones, tanto de las organizaciones campesinas como indígenas, que llevan incluso en varios casos a disputas por la participación en la gestión del mismo o parte del mismo. Con respecto a las políticas llevadas adelante hacia los sectores campesinos e indígenas durante los gobiernos kirchneristas en el marco de un modelo económico neoextractivista, Svampa sostiene que “durante doce años, el kirchnerismo promovió un discurso de protección de los derechos humanos, que a veces incluía, aunque la mayor parte de las veces no, los derechos colectivos de los pueblos indígenas; y, al mismo tiempo, impulsó la expansión del extractivismo en los territorios ancestrales, lo que trajo como consecuencia la apertura de un nuevo ciclo de criminalización y de violación de derechos humanos de los pueblos originarios” [Svampa 2017]. Como recuerda Aranda, en las últimas décadas hemos sido testigos de una larga y silenciada lista de asesinatos rurales: el mencionado Javier Chocobar (octubre de 2009, diaguita de Tucumán), Sandra Juárez (marzo de 2012, Santiago del Estero), Roberto López (noviembre de 2010, qom de Formosa), Mario López (noviembre de 2010, pilagá de Formosa), Mártires López (junio de 2011, de Chaco), Cristian Ferreyra (noviembre de 2011, de Santiago del Estero), Miguel Galván (octubre de 2012, lule-vilela de Santiago del Estero), Celestina Jara y Lila Coyipé –beba de 10 meses– (ambas qom de La Primavera, Formosa), Imer Flores (enero de 2013, qom de Chaco), Juan Daniel Díaz Asijak (enero de 2013, qom de La Primavera), Florentín Díaz (22 de mayo de 2017, qom de Chaco), entre otros aún más ocultos y silenciados [Aranda 2017].
Sin embargo, y lamentablemente, desde fines de 2015 la persecución y el hostigamiento hacia las comunidades indígenas que luchan por el reconocimiento de sus territorios ancestrales se profundizó [Svampa 2017]. Hay varios dirigentes indígenas encarcelados en situación irregular, entre los cuales destacan el lonko mapuche Facundo Jones Huala y el dirigente wichí Agustín Santillán, ambos detenidos y encarcelados por reclamar el respeto y aplicación de los derechos que le corresponden. A esto se suma la desaparición forzada de Santiago Maldonado, en el marco de una represión perpetrada por la Gendarmería Nacional en territorio mapuche en resistencia en la Pu Lof de Cushamen, en la provincia de Chubut, todos estos, hechos que configuran el inicio de una etapa de recrudecimiento y profundización del despojo y la persecución.
Otro rasgo sobresaliente de estos procesos reorganizativos ‑que se profundiza en este último período pero que puede vislumbrarse también en los anteriores- es la construcción transfronteriza de estos movimientos sociales que, a la vez que se arraigan en sus propios territorios locales, construyen o reconstruyen territorialidades que trasvasan los límites provinciales y/o nacionales del Estado-Nación moderno. Esto puede vislumbrarse, por un lado, en los espacios de articulación de los movimientos campesinos como la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) de escala continental o la Vía Campesina a escala global. Por otro lado, en el caso de los pueblos indígenas, puede señalarse la lucha del pueblo guaraní contra las represas de Corpus y Garabí, en la provincia de Misiones, que se han manifestado en articulación con el pueblo guaraní de Paraguay y Brasil contra la instalación de hidroeléctricas, el trazado de rutas, el desarrollo de mega emprendimientos forestales, entre otras formas de avance sobre sus territorios ancestrales [Gómez et al. 2014]. Asimismo, el pueblo mapuche ha consolidado sus procesos de articulación transfronteriza del Wallmapu (el territorio ancestral Mapuche) que trasvasa las fronteras entre Chile (Gulu Mapu) y Argentina (Puel Mapu), significando a la Cordillera de los Andes más como un puente o paso que como límite o frontera [Gundermann et al. 2009]. Esta articulación simbólica de recuperación de un territorio unificado se traduce en la práctica en la articulación de diversas organizaciones mapuche que realizan actividades conjuntas a ambos lados de la cordillera y han tejido fuertes redes de solidaridad, sobre todo ligadas a denunciar el accionar de las fuerzas represivas de ambos países contra los mapuche así como para obtener la libertad de los presos políticos mapuche a ambos lados de la Cordillera. Por su parte, otro ejemplo fuerte de vinculación transfronteriza se da con el pueblo kolla en Salta y Jujuy y su relacionamiento cada vez más cercano con los pueblos andinos de Bolivia, donde los procesos de acción colectiva como la Guerra del Agua (2000) y la Guerra del Gas (2003–2005) y el posterior gobierno de Evo Morales (2006-actualidad) han influido fuertemente en la resignificación de los territorios (como señalamos anteriormente respecto a los ayllus y markas), así como el propio fortalecimiento organizativo y el intercambio de experiencias y espacios de formación política y regeneración cultural e identitaria. Esto también se ha replicado en torno al pueblo guaraní de Salta y otras provincias en sus vinculaciones con la Asamblea del Pueblo Guaraní (APG) de Bolivia (más a través de relaciones parentales que organizativas) [Meliá 2014] y el pueblo wichí que se denomina como pueblo weenhayek en las tierras bajas del chaco tarijeño en Bolivia.
Por último, cabe destacar que las acciones colectivas contra la megaminería del litio en la puna salteña, catamarqueña y jujeña se ha comenzado a articular con comunidades indígenas que en Chile y, en menor medida, en Bolivia se han organizado frente a esta actividad que pone en riesgo las formas de vida y los ecosistemas de los salares de Salinas Grandes (Salta y Jujuy), Salar de Olaroz (Jujuy) y el Salar del Hombre Muerto (Catamarca) en Argentina, el Salar de Uyuni y otros salares adyacentes en Bolivia y el Salar de Atacama en Chile [Jerez y de Viana 2015].
Reflexiones finales
En las últimas décadas la acción y organización de los movimientos campesinos y los pueblos indígenas de América Latina ha sido uno de los rasgos sobresalientes de los procesos de conflicto y movilización social, tanto a nivel continental como global. Como vimos, Argentina no fue una excepción a este protagonismo, pese a los reiterados procesos de invisibilización hacia estos “sujetos incómodos”. En efecto, la (re)emergencia indígena y campesina se asienta en un proceso de múltiples dimensiones yuxtapuestas en el espacio-tiempo, que desbordan ‑tanto en el plano simbólico como material- este proceso de invisibilización. Por un lado, se da un proceso de reconfiguración identitaria donde se reactualiza el sujeto campesino e indígena, a partir de la conjunción de identidades ancladas en prácticas tradicionales con modos organizativos propios de las experiencias sindicales (y en algunos casos también partidarias) del siglo XX, así como de las lógicas de los movimientos sociales que irrumpen en la escena política latinoamericana desde los años sesenta del siglo XX hasta principios del siglo XXI.
Por otro lado, resultan relevantes una serie de leyes y normativas que desde el ámbito internacional van penetrando, como resultado de la histórica lucha de los movimientos indígenas ‑la incorporación de los tratados internacionales al rango constitucional en muchos países latinoamericanos es un ejemplo de esto, así como la introducción de artículos que reconocen explícita o implícitamente estos derechos. De la mano de estas reformas en los marcos legales, se generan, tanto a nivel nacional como provincial, instituciones gubernamentales directamente relacionadas con las problemáticas indígenas. Si bien nunca terminan de perder cierto carácter colonial en su conformación y funcionamiento, en algunos casos han propiciado políticas públicas concretas y consensuadas con gran parte de las organizaciones indígenas que permitieron avances sustanciales en el reconocimiento de los derechos indígenas.
Ahora bien, esta (re)emergencia también está vinculada a procesos de resistencia frente al avance de un modelo de desarrollo extractivo que se caracteriza por la profundización de una dinámica de desposesión territorial y de recursos naturales (bienes comunes) que, mediante la explotación de hidrocarburos, la megaminería, o la expansión de la frontera agrícola y forestal a través del agronegocio, afecta principalmente aquellos territorios ocupados tradicionalmente por comunidades campesinas e indígenas. Múltiples conflictos territoriales se han suscitado a partir de la profundización de dichas lógicas extractivas y del modelo del agronegocio que, a su vez, han conllevado articulaciones entre actores diversos (campesinado, comunidades indígenas, vecinos autoconvocados, movimientos desocupados, empresas recuperadas, etcétera) en la resistencia. Paralelamente, y a pesar de los avances en materia de diálogos y vinculaciones inter-organizaciones, se mantiene un escenario de gran dispersión de los actores sociales subalternos en lucha. Coincidimos con Briones [2015] en que esto no necesariamente implica un retroceso en los procesos organizativo. Lo que podría interpretarse como una debilidad del movimiento indígena y campesino, puede en realidad ser una fortaleza, en tanto la heterogeneidad no implique “una polarización cristalizada” en discursos descalificadores y violencia simbólica. La diversidad en la lucha ‑en sus formas y contenidos- es parte constitutiva de las organizaciones y puede generar un enriquecimiento del debate, reforzar las acciones de resistencia y propiciar un diálogo fecundo. En la práctica no siempre ocurre así, pero es también uno de los desafíos que afrontan los pueblos.
Actualmente, otra contrapartida de los procesos de lucha de los pueblos es el avance del Estado que, criminalizando y judicializando a quienes resisten el modelo, intenta contener y desarticular la organización social. Los últimos años han sido prolíficos en materia de dirigentes sociales y militantes agredidos, heridos, muertos y hasta desaparecidos, demostrando que el poder económico se vale de las herramientas de la institucionalidad estatal para avanzar y quitar obstáculos del camino. La sinergia de ambos actores se constituye en un frente prácticamente invencible, sobre todo para quienes luchan desde un lugar tan inferior en términos de recursos políticos y económicos.
Sin embargo, los pueblos resisten y lo hacen desde convicciones tan fuertes que por momentos logran socavar la feroz avanzada extractivista. Como hemos visto, los mundos de vida campesinos e indígenas comportan cuestionamientos y búsquedas que desafían los esquemas de pensamiento propios de la modernidad capitalista, así como el patrón de poder colonial dominante promoviendo la construcción de relaciones más justas, solidarias y de reciprocidad entre las personas y la naturaleza, en las que la política, la economía y la subjetividad se complementan. La riqueza de estas propuestas es seguir resistiendo, seguir creando, seguir siendo desde su identidad indígena y campesina. Todo parece indicar que en los años por venir seguirán siendo estos sujetos incómodos quienes, entre otros actores sociales, mantengan los procesos de resistencia y creación de alternativas societales frente a la colonialidad, el extractivismo y el neoliberalismo que caracterizan la actual etapa del sistema mundo hegemónico capitalista, moderno, patriarcal y colonial.
Citas
* Socióloga (UBA), Integrante del Grupo de Estudios Rurales y del Grupo de Estudios sobre Movimientos Sociales en América Latina (GER-GEMSAL), Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA), Co-Coordinadora del Grupo de Trabajo “Pueblos indígenas y procesos autonómicos” (CLACSO). luchigg@gmail.com
** Socióloga (UBA), Integrante del Grupo de Estudios Rurales y del Grupo de Estudios sobre Movimientos Sociales en América Latina (GER-GEMSAL), Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA), Co-Coordinadora del Grupo de Trabajo “Pueblos indígenas y procesos autonómicos” (CLACSO). giselahadad@hotmail.com
*** Sociólogo (UBA), Integrante del Grupo de Estudios Rurales y del Grupo de Estudios sobre Movimientos Sociales en América Latina (GER-GEMSAL), Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA), Co-Coordinadora del Grupo de Trabajo “Pueblos indígenas y procesos autonómicos” (CLACSO). juanwahren@gmail.com
[1] Cabe destacar que muchos de estos avances se dan en territorios que han sido catalogados como áreas protegidas, tanto como Parque Nacionales o Reservas Provinciales, por poseer vastas riquezas naturales, sobre todo minerales y/o hidrocarburos. Una de las zonas más paradigmáticas del avance del extractivismo sobre las áreas protegidas es la reserva provincial de Auca Mahuida en Neuquén donde actualmente existen pozos de explotación de hidrocarburos convencionales y no convencionales (Salva, Fiori y Di Martino, 2010 y Observatorio Petrolero Sur, 2014), así como el Parque Nacional Calilegua ( Auditoría General de la Nación, 2017 y Observatorio Petrolero Sur, 2017) en la provincia de Jujuy que históricamente tuvo dentro de su jurisdicción pozos petrolíferos y actualmente corre el riesgo de una multiplicación exponencial de nuevos pozos dentro del propio Parque y zonas adyacentes.
[2] Cabe aclarar que los procesos de resistencia, organización y lucha campesina e indígena que se mencionan en este apartado son ilustrativos, siendo imposible dar cuenta de su totalidad, por lo que no es pretensión de este artículo ser exhaustivo en la descripción.
[3] En el año 2010 los pueblos indígenas se diferenciaron del resto de las organizaciones sociales con una propuesta paralela de “celebración” del Bicentenario: una marcha federal que congregó a representantes de los pueblos kolla, qom-toba, mapuche, diaguita, lule, huarpe, wichí, mocoví, guaraní, vilela, sanavirones y guaycurú, entre otros, y que luego de atravesar diez provincias, presentó sus reclamos históricos en la Casa de Gobierno, con una recepción por parte de la presidenta Cristina Fernández que no hizo lugar a las principales demandas territoriales.
[4] Posteriormente, en 2014, se crearía la Secretaría de Agricultura Familiar (Decreto 1030/2014) con el objetivo de ponderar la política hacia el sector, la cual en 2017 volvería a ser convertida en Subsecretaría de Agricultura Familiar (Decreto 302/2017).
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Cómo citar ¬
Luciana García Guerreiro, Gisela Hadad y Juan Wahren, «Invisibilizaciones, (re)emergencias y resistencias territoriales: La lucha campesina e indígena en la Argentina contemporánea», Revista de Estudios Marítimos y Sociales [En línea], publicado el [insert_php] echo get_the_time('j \d\e\ F \d\e\ Y');[/insert_php], consultado el [insert_php] setlocale(LC_ALL,"es_ES"); echo strftime("%e de %B del %Y");[/insert_php]. URL: https://estudiosmaritimossociales.org/archivo/rems-13/dossier-wahren/